La propuesta del ministro de Justicia, Néstor Osuna, de cambiar la cárcel, en algunos casos, por métodos de reparación que resulten más prácticos para la víctima y menos engorrosos para la justicia y el Estado no es mala en sí misma. Habrá que analizar en qué tipo de delitos puede ser aplicada para que no se vuelva una burla y garantizar que existan mecanismos para que la restauración sea real y no apenas nominal. Pero el problema de fondo no es el tipo de sanción que impongamos, sino que, para ser francos, la ley en Colombia se volvió un papelito más, que se puede pisotear, desconocer y obviar a gusto del consumidor, sin que nadie vele por su efectiva implementación.
La ley es apenas un papelito cuando se capturan delincuentes en flagrancia en ciudades como Bogotá y se demora más el traslado del ladrón, atacante u homicida a un juzgado que el tiempo que dura en ese despacho antes de quedar nuevamente en libertad.
En el primer semestre del año, de 5.559 capturados con las manos en la masa, 4.941 quedaron libres sin más. Sépalo bien, querido lector: el 88 por ciento de los pillos que hoy cogen los policías por robarle su celular, atracarlo en TransMilenio, destruir con sevicia la infraestructura de la ciudad, e incluso herir y matar gente, vuelve a la calle en menos de 8 horas. ¿Y qué creen que se van a hacer estas personas? ¿A rezar para empatar? ¿A buscar trabajo para dejar su vida delictiva? No. Salen a regar el mensaje de que la ley en Colombia es un papelito inofensivo que no sirve para nada. Letra muerta que se demoran entre seis meses y un año en redactar unos congresistas que después no les hacen seguimiento a las normas que aprueban, porque a nadie le importa que exista una inflación legislativa sobre este tema, pero al mismo tiempo un déficit de justicia pavoroso en la realidad.
Una cosa es lo que dice la ley y otra la que pasa, mientras el Estado va renunciando voluntariamente a los mecanismos coercitivos que tiene para hacer cumplir ese pacto social.
La ley no es más que un papelito que se puede tirar a la basura, cuando algunos se creen con libertad de invadir terrenos y permanecer en ellos sin que nadie pueda amonestarlos ni obligarlos a respetar la propiedad privada y el derecho al trabajo de otros. Como lo mostró este diario en una completa investigación, con camionetas blindadas y tinterillos, algunos llegan a unos predios productivos, a tomar posesión de lo que no es suyo. Y no les importa porque, al final, una cosa es lo que dice la ley y otra la que pasa, mientras el Estado va renunciando voluntariamente a los mecanismos coercitivos que tiene para hacer cumplir ese pacto social que era sagrado, al que solíamos llamar con el nombre de ‘Constitución’ y ‘ley’.
La Rama Judicial pide más jueces. Necesita tenerlos, claramente. En Colombia no hay más de 11 jueces por cada 100.000 habitantes, cuando el estándar internacional es de 65 por cada 100.000. Pero volvemos al mismo punto: si no existe una conciencia colectiva y una reivindicación del valor de las leyes en nuestro país, de nada sirve aumentar el número de togados para que se enfrenten a un desprecio del cumplimiento de las normas tan enquistado y perverso como el que parece haber en nuestra nación por estos días.
Si las autoridades son las primeras en volver relativo el respeto de la ley para acomodarlo libremente a sus conductas o a su ideología; si se emborrachan y les dicen ‘asesinos’ a los policías y nada pasa; si los líderes regionales conviven con el desconocimiento de las normas y si quienes agraden esas líneas mínimas de convivencia y entendimiento, son los nuevos responsables del diseño del modelo normativo, la ley pierde todo su valor intrínseco y no es más que un papelito al que se le mira con desdén.
JOSÉ MANUEL ACEVEDO