Para nadie es un secreto que hoy por hoy la carrera presidencial es algo más parecido a un reality que a una campaña política. Con el agravante de que, salvo algunas excepciones, entre los que aparecen en las encuestas, es difícil encontrar a alguien de verdad capaz de manejar un país. Y no es por falta de nombres, pues los candidatos son numerosos, tal vez demasiados.
De hecho, no es fácil saber si esa explosión de candidatos se debe a la ligereza de ciertos medios, que convierten en presidenciable a cualquier personaje ruidoso, o a la ambición de los partidos o movimientos políticos que empiezan a mover sus fichas para agitar el ambiente, con miras a una curul en el Congreso. Y en este proceso de proliferación, también juegan un rol las firmas encuestadoras, que incluyen en sus cuestionarios nombres sacados del cubilete que, gracias a los sondeos, se vuelven "elegibles".
Desde luego, otro factor que influye en esa propagación de aspirantes a suceder a Gustavo Petro es la desmedida ambición de poder de algunos que creen que pueden gobernar, así carezcan de una trayectoria mínima en el sector público.
Por supuesto, al fijarse en los disparates a los que nos tiene acostumbrados el actual mandatario, y a la luz de los nombramientos que ha hecho en su gobierno –en el que abundan funcionarios incompetentes, cuyo único mérito es ser fieles a la causa petrista–, habrá más de uno que supondrá que es legítima su aspiración a aparecer en el tarjetón.
El próximo presidente, además de lidiar con los problemas habituales de este país, tendrá que arreglar el despelote que va a dejar Petro.
Y, como si fuera poco, al repasar la galería de antiguos inquilinos de la Casa de Nariño y encontrar personajes de la talla de Iván Duque, no solo es evidente que la vara ha bajado demasiado en los últimos tiempos, sino que queda la impresión de que en este país cualquiera puede ser presidente. Con semejantes antecedentes, es comprensible que más de uno de estos advenedizos se sienta empoderado, y vea más que justificada la intención de poner su nombre a consideración del electorado. "Si Duque pudo...", se dirán a sí mismos, y con no poca razón.
Lo más lamentable de todo es que el contexto internacional no ayuda demasiado, empezando por Estados Unidos, donde han elegido dos veces a un sujeto como Donald Trump. Y si eso pasa en la que se consideraba una de las democracias más emblemáticas del hemisferio y del mundo, no se puede esperar mucho de otros países con instituciones más vulnerables y sistemas políticos más frágiles. En este vecindario ya no es extraño ver cómo resultan elegidas figuras bastante controvertidas, que conquistan multitudes a punta de populismo mediático y digital, en un ambiente en el que la falta de idoneidad se compensa con frases efectistas y propuestas disruptivas e irrealizables, pero que resultan atractivas.
Si fue vergonzoso lo que vivimos en Colombia hace tres años, cuando el dilema de la segunda vuelta era entre la demagogia y la incertidumbre, lo del 2026 puede ser escalofriante, pues el próximo presidente, además de lidiar con los problemas habituales de este país, tendrá que arreglar el despelote que va a dejar Petro; misión que va a exigir conocimientos de primeros auxilios, habilidad en resolución de conflictos y experiencia en atención de desastres. Y esa va a ser una labor titánica, que no se le puede confiar a delfines convencidos de que la presidencia del abuelo es hereditaria, ni a periodistas que suponen que aprender a gobernar es tan simple como escandalizar, ni a activistas que creen que el caos actual es un paraíso que toca preservar, ni a congresistas cizañeros que posan de perseguidos, ni a bodegueros que consideran que la corrupción es relativa.
Pongámonos serios: no estamos hablando de un reality ni de un concurso de popularidad; es la Presidencia, estúpidos.