Tal vez sea el Congreso de la República la institución peor calificada en todas las encuestas y sondeos que se hacen. Con frecuencia criticamos a los congresistas por no querer bajarse el sueldo, por ceder ante la mermelada, por oficiar como notarios de los gobiernos de turno borrando peligrosamente las fronteras entre el Legislativo y el Ejecutivo.
Echamos de menos esa bancada joven de distintos partidos hace un par de periodos en los que estaban personas como Mauricio Toro, Juanita Goebertus, Gabriel Santos, José Daniel López, Juan Fernando Reyes Kuri, entre otros, y ahora hablamos con respeto de mujeres valientes como Katerine Miranda, Catherine Juvinao, Jennifer Pedraza, Julia Miranda o parlamentarios serenos y con buenos argumentos como Heráclito Landínez, Alejandro García o Daniel Carvalho, por la renovación que representan y la voz firme que elevan cuando no están de acuerdo con algo.
Pero la verdad es que, aun en las estructuras tradicionales, un buen número de senadores de distintas comisiones han hecho la tarea; se han resistido a los ofrecimientos que les han llegado desde el actual gobierno –que no han sido pocos porque en eso las prácticas del Ejecutivo no cambiaron– y han votado con independencia cuando no han estado de acuerdo con lo que aprueba la Cámara o lo que les piden los sucesivos ministros del Interior que han desfilado en esta istración.
Ese es su trabajo, es cierto, y no deberíamos aplaudirlos por hacer algo que apenas les corresponde, pero tampoco podemos minimizar el hecho de que, en medio de tantas presiones y acostumbrados a la democracia transaccional, varios de ellos –sobre todo en el Senado, insisto– se le han sabido parar en la raya al Gobierno y han expresado libremente sus opiniones, creyendo legítimamente interpretar a su electorado.
En eso consiste la democracia representativa, señor ministro Benedetti, no en asentir como esos perritos que ponen en los taxis a todos los caprichos del mandatario de turno.
Eso hay que reconocerlo y abonárselo a los senadores –y a las senadoras– que encaran hoy el despiadado matoneo de las bodegas, simplemente por actuar con autonomía.
Voy más allá: este Congreso y este Senado, en particular, le aprobaron al Gobierno una reforma tributaria, el plan de desarrollo, la ley de paz total, la reforma pensional, la ley de matrícula cero, el proyecto del campesinado como sujeto de derechos. Que ahora se oponga, con sindéresis, a una reforma laboral y cuestione la reforma de la salud no implica que haya un bloqueo institucional como dicen el Presidente y su nuevo (viejo) escudero.
Ha habido una inmensa dosis de valor civil de parte de los senadores de la Comisión Séptima, como la hubo también por parte de los de las comisiones tercera y cuarta del Senado cuando se resistieron a pupitrear un presupuesto desfinanciado y derrochón, contra todos los pronósticos y contra todas las presiones.
Eso hay que reconocerlo y abonárselo a los senadores –y a las senadoras– que encaran hoy el despiadado matoneo de las bodegas de siempre, simplemente por el hecho de actuar con autonomía.
Por otra parte, las expresiones respetuosas pero firmes del presidente del Senado, Efraín Cepeda, en defensa de la independencia de poderes y de sus colegas también han planteado una sana vitalidad del Congreso como rama autónoma en la democracia colombiana. Al senador Petro seguro le habría encantado que el Congreso se hubiera hecho respetar en su relación con los anteriores gobiernos. Lamentablemente, ahora el presidente Petro desdice con frecuencia al congresista independiente que fue.
Como sea, este Senado lo ha hecho bien y justo es reconocerlo, porque así debería ser siempre y porque las decisiones de una corporación que goza de una protección constitucional amplia hay que respetarlas, nos gusten a veces y otras tantas no. El Senado ha tenido un valor civil que hay que abonarle.