Durante la campaña, cuando uno hablaba de los parecidos entre Gustavo Petro y Hugo Chávez, nunca faltaba alguien que respondiera con cierta pedantería, como si estuviera diciendo algo inteligentísimo, que esos dos no se podían equiparar, ya que entre Colombia y Venezuela hay hondas diferencias que invalidan la comparación.
Procedía el interlocutor a enumerar esas diferencias: Colombia tiene una tradición democrática más sólida que Venezuela; la economía colombiana no depende del petróleo tanto como la del vecino; Chávez, a diferencia de Petro, tuvo de su lado a las fuerzas armadas; etcétera. Y con eso daba por cerrado el debate, convencido de haber metido un golazo.
Pero a ver. Cuando uno aventura una comparación entre cosas que obviamente no son iguales, no lo hace porque ignore las diferencias, sino para señalar semejanzas que podrían pasar desapercibidas. Cuando Carlos Vives dice que la ciudad de Nueva Orleans se parece a Barranquilla, no es porque desconozca lo que le respondería el pedante –que una fue colonia sa y la otra no, que una está en el paralelo 30 y la otra en el 11, etcétera–, sino porque quiere revelarnos algo más interesante: que ambas ciudades, cada una en un delta fluvial, reciben y condensan, en sus respectivas fiestas, el aluvión de tradiciones musicales de los pueblos de la cuenca del principal río de su país.
Claro, en el caso de Petro no se necesitaba tanto cacumen para descubrir su afinidad con Chávez; él mismo no la ocultaba. Pero la camufló durante la campaña para no espantar a ese votante centrista que quería confiar en él, que quería convencerse de que Petro era de izquierda, sí, pero de izquierda sensata, ese votante que ¡quería creer!, pero necesitaba un empujoncito. A pesar de ello, las evidencias estaban ahí, en la memoria de elefante de la red, para quien quisiera revisarlas: el encomio funerario de Chávez, la negativa a llamarlo dictador, etc.
Ya electo, vinieron más señales, más similitudes: la incomodidad de Petro con la división de poderes, sus intimidaciones al Congreso, la descalificación de la prensa, los llamados a la lucha de clases, la apropiación de la figura de Bolívar, la manía de dividir a la sociedad entre “ellos” y “nosotros”, el constreñimiento a sectores estratégicos, su autoproclamación como encarnación del pueblo y el uso de la injuria para satanizar a sus opositores, a quienes esta semana llamó “HP esclavistas”.
Esto último merece un comentario. El Presidente se la pasa ultrajando al empresariado formal, es decir, al sector que, en la práctica, materializa los derechos de los trabajadores que él dice defender. Al mismo tiempo, promueve políticas que aumentan el empleo informal, en donde no se respetan esos derechos. Las cifras del Dane corroboran el incremento de la informalidad. Quién es, entonces, el verdadero “esclavista”: ¿el empresario legítimo que paga las prestaciones de ley o el gobierno que lo desprecia y fomenta el empleo sin prestaciones?
Ya electo, vinieron más señales, más similitudes: la incomodidad de Petro con la división de poderes, sus intimidaciones al Congreso, la descalificación de la prensa, los llamados a la lucha de clases, la apropiación de la figura de Bolívar
En cualquier caso, si quedaba alguna duda de la deriva chavista de la Casa de Nariño, el propio Presidente se encargó de despejarla este jueves, al levantar la espada de Bolívar en la plaza de ídem. Alguien tan cuidadoso con los símbolos como Petro no pretenderá que se interprete de otra manera un instrumento de guerra cuya simbología ha sido apropiada por la revolución bolivariana de Chávez y Maduro, quienes también han enarbolado una espada de Bolívar que tienen por allá.
Los hiladores finos replicarán que nada que ver, que mil cosas nos separan, que Caracas está a 900 metros sobre el nivel del mar y Bogotá a 2.600, que a la arepa venezolana le ponen hasta carne y a la de aquí no. Pero mientras ponderamos el relleno de la arepa, el chavismo a la colombiana sigue su marcha.
THIERRY WAYS
En X: @tways