A estas alturas de la procesión es muy probable que ya se haya dicho todo lo que podía decirse sobre Mario Vargas Llosa, quien murió en Lima el domingo pasado: que era un gran novelista y ensayista, un intelectual en el sentido más riguroso y combativo de ese término: un escritor comprometido con las grandes cuestiones de su tiempo, un agitador de ideas, un crítico del mundo en el que está.
Antonio Tabucchi escribió alguna vez que la literatura era para Vargas Llosa una forma muy rica y elevada del conocimiento, pero la verdad es que era mucho más que eso, una forma de vida, la única que concibió y a la que se consagró de manera obsesiva y abnegada desde muy joven, y esa será quizás su lección más perdurable y conmovedora. Él mismo lo dijo cuando le dieron en 1967 el Premio Rómulo Gallegos: "La literatura es fuego".
Y añadió ese día: "La razón de ser del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica". Al menos en su caso esa consigna se cumplió hasta el final, porque su vocación literaria, que produjo ficciones memorables, impugnaciones magistrales de la realidad, también lo llevó a ser una voz omnipresente e incómoda, comprometida con causas que no siempre eran las más populares –en todos los sentidos de la palabra– ni las más fáciles para él.
Por eso rompió con la revolución cubana muy temprano, cuando intuyó su deriva autoritaria y represiva, su incipiente y muy reveladora estela de miseria y de ruina que para sus amigos y contemporáneos, con muchos de los cuales se enfrentó por esa razón, en algunos casos de manera irreversible, era una especie de dogma de fe: un punto de honor de la identidad latinoamericana que había que defender a toda costa con ceguera y sectarismo.
También eso se ha dicho de Mario Vargas Llosa por estos días: que era un gran escritor (aunque hay quienes ni siquiera eso le reconocen, y está bien, no es obligatorio pensarlo) pero una "mala persona". Quienes dicen eso lo hacen por lo general con un criterio ideológico y político: les parece que Vargas Llosa se volvió de derecha y fascista, un reaccionario, un defensor del orden neoliberal contra las causas del pueblo.
Al final quedan solo sus libros: el fuego sagrado de la literatura, su hoguera impenitente y feliz.
No lo sé, porque uno lo que nota más bien en su evolución intelectual es un compromiso cada vez mayor con el liberalismo y con ciertos autores, como Isaiah Berlin o Karl Popper, que le abrieron el camino, ese camino, cuando perdió la fe en la izquierda y la revolución. Al mismo tiempo había en él una obsesión tribunicia, oracular y panfletaria: la idea de que su deber era pronunciarse y participar, orientar a sus lectores, como si eso sirviera para algo.
Y como la democracia es casi siempre un dilema suicida para escoger el mal menor, el menos peor, terminaba abrazado con gente horrible con tal de que esa gente derrotara a quienes para él significaban cosas muchísimo más graves y peligrosas. Eso le hizo mucho daño a su obra, yo creo, que igual siguió por otro cauce que era el de su curiosidad insaciable, su generosidad intelectual, su espíritu siempre en guardia y siempre alerta.
Se ha impuesto, en esta época enloquecida de redes sociales y comunicados de prensa de cada quien a propósito de todo –ya decía Nicolás Gómez Dávila que la literatura contemporánea parece una algarabía de eunucos en celo–, se ha impuesto el género del obituario condescendiente en el que quien lo escribe desdeña a algún muerto grande y famoso y lo usa más bien como un pretexto para exhibir y demostrar su superioridad estética, moral o intelectual.
En el caso de Vargas Llosa es como si su muerte hubiera sido su última provocación, pues a nadie ha dejado indiferente, menos a sus malquerientes.
Al final quedan solo sus libros: el fuego sagrado de la literatura, su hoguera impenitente y feliz.