Los cafés son escenarios vivos, testigos silenciosos de conversaciones e historias que se tejen con el inconfundible aroma de los granos molidos. En sus mesas se hacen declaraciones de amor, se sellan negocios, se sufren despedidas amargas, se cuecen pactos políticos. Los cafés son espacios para estar solos sin sentirlo, para leer un libro, una revista, o simplemente para ver la vida pasar. No importa a qué lugar del mundo vayamos, siempre encontraremos uno de estos lugares que son el alma de las ciudades.
También son santuarios creativos, centros de tertulia entre artistas, músicos y escritores. Cuántos tangos o bachatas no se habrán compuesto, cuántas páginas no habrán sido escritas en la soledad de una mesa de café. Muchos diálogos se habrán inspirado en las conversaciones que se oyen alrededor, muchas novelas tomado forma entre sorbos de espresso y notas de jazz.
Me refiero, claro, a esos cafés independientes, únicos, que, desde afuera, por la arquitectura misma, ya sobresalen por su autenticidad. En muchas ciudades encontramos estos espacios que también han servido como escenarios recurrentes de la literatura. Hace unos días entré a uno de ellos; en una de las mesas estaba un hombre de mediana edad, vestía de negro y tenía una barba descuidada que me recordó al personaje de Mendel, el de los libros, la novela corta del escritor austriaco Stefan Zweig.
A veces me pasa que los personajes de un libro o una película se quedan a vivir en mi mente, y su recuerdo es tan intenso que su existencia parece real. Eso me pasó ese día: vi al hombre sentado leyendo un libro y pensé que era él, Jakob Mendel, el librero sabio que era capaz de encontrar cualquier libro que la gente necesitara. En la novela, Mendel convierte el Café Gluck, en Viena, en su despacho, en su oficina, en su estar en el mundo. ¡Y cuánta gente no hay como él! Los meseros los saludan como se saluda a un cliente habitual, les traen la taza de café que seguramente toman todos los días, los invitan a sentarse en la misma mesa de siempre, en la esquina, donde nadie los molestará. Así mismo imagino a Zweig, sentado frente a una mesa escribiendo la historia del librero.
Cada ciudad tiene sus propios santuarios, sus propios Mendel y Zweig que, como personajes literarios, se entrelazan con la realidad, convirtiendo los cafés en puntos esenciales de la identidad urbana, en refugios de conversaciones sin prisa y en fuentes de inspiración para la creatividad.
DIANA PARDO