Siempre que alguien me pregunta cuál es la mejor fórmula para que la gente lea más, contesto sin la menor duda: trastearse, cambiar de casa. Parece un chiste o un disparate pero no lo es en absoluto, y creo en serio que nada hay más provechoso para un lector que una mudanza, con todos los horrores y sacrificios que implica el viejo rito de empacar la vida entera entre unas cajas para llevársela a otro lado.
Es entonces cuando el lector empieza a descubrir todo lo que tiene, los libros que había ido acumulando durante años y que estaban allí como una promesa, una invitación siempre latente para caer sin remedio en el abismo de sus páginas. Hay una superstición de lector que es maravillosa: ojear los libros no leídos para antojarse aún más de ellos, para impregnarse de su tono y sus palabras, sus revelaciones que ya habrán de llegar.
Esa cita furtiva y clandestina con los libros por leer, esa especie de tentación en la que caemos aun sabiendo que todavía no ha llegado el momento y quizás no llegue jamás, tiene un encanto excepcional porque el hambre y la emoción no se aplacan ni se sacian sino que por el contrario se acrecientan, se hacen más punzantes y abrasadoras y entonces nos corroe la impaciencia, las ganas desesperadas de dar cuenta por fin de esa lectura siempre en vilo y a la mano.
Pero nada hay como empacar libros durante un trasteo, ese sí es el mejor de los descubrimientos, el rescate de todas nuestras esperanzas malogradas y fallidas, nuestras obsesiones más recónditas y olvidadas, cosas que ni siquiera sabíamos que estaban allí, viejos amigos que se nos habían perdido y que de repente vuelven a la superficie, como en un naufragio, porque eso también son los trasteos, para renovar nuestro afecto y nuestra emoción.
Ahora, ya terminado ese libro que de no ser por la obligación de empacarlo no lo habría leído de verdad y completo jamás, ahora voy por otro.
El patriarca Focio de Constantinopla, al que Dios tenga en su santa gloria, y si no qué esperanza nos queda a los demás, el patriarca Focio escribió en el siglo IX de nuestra era un libro que se llama La Biblioteca o Los diez mil libros: una especie de catálogo erudito y deslumbrante en el que él, para salvar del olvido miles de títulos que conocía o que al menos había visto alguna vez en su vida, los empezó a enumerar y a comentar en una lista infinita e inagotable.
Eso nos pasa a los lectores en cada trasteo, sin importar si son muchos o pocos los libros que llevamos a cuestas: allí está el catálogo de nuestras ilusiones perdidas, el recordatorio implacable de todo lo que queríamos leer y no siempre pudimos. Pero entonces uno va guardando cada ejemplar y mientras tanto lo abre, lo lee, se sienta a descubrir todas las joyas y las maravillas de las que se ha perdido.
Quienes no tienen el vicio de la lectura, "vicio impune", como lo llamó el gran Valery Larbaud (que entre otras cosas tiene una novela cuya protagonista es colombiana; el pobre Larbaud que dirigió la traducción del Ulises al francés y el día en que terminó le dio un derrame cerebral, cómo no), no entienden por qué los trasteos de los lectores se demoran mucho más. La razón es esa y solo esa: porque las mudanzas son el único momento en que los lectores leen de verdad.
Ayer yo estaba empacando una caja –sí– y me reencontré, por ejemplo, con un libro de Eduardo Mendoza Varela al que adoro: El Mediterráneo es un mar joven. Siempre lo había visto por encima, lo había leído a pedazos. Pues no pude parar y la caja quedó a medio camino mientras yo me entregaba, sin ningún remordimiento, a la que quizás sea una de las prosas más bellas y depuradas de nuestro país y nuestra lengua.
Ahora, ya terminado ese libro que de no ser por la obligación de empacarlo no lo habría leído de verdad y completo jamás, ahora voy por otro.
Espero que sea bueno: no me voy a esperar hasta el próximo trasteo.