En estos días de recogimiento espiritual, resulta inevitable reflexionar también sobre el destino de Colombia. Un país que, en los últimos dos años y medio, ha transitado por un viacrucis institucional, económico y moral. Para encontrar el camino de regreso y corregir el rumbo, es indispensable encarar una dolorosa verdad: Gustavo Petro no ha gobernado, ni pretende hacerlo en los meses que le restan. Su única obsesión es perpetuarse en el poder.
Petro ha calcado con fidelidad, y al pie de la letra, el libreto cubano adoptado en Venezuela: desestabilizar la institucionalidad, erosionar la economía, fracturar el orden público y promover el caos social como terreno fértil para avanzar en su agenda autoritaria. Hoy, Colombia sufre una de las peores crisis de seguridad en su historia reciente; el sistema de salud está colapsando; la economía respira incertidumbre; las instituciones son socavadas por la ideología; y la corrupción, rampante, se ha enquistado en las entrañas del Estado por obra del Ejecutivo.
Pero el daño no es solo estructural: Petro ha logrado imponer su narrativa. Una y otra vez, marca la agenda, arrastrando a la oposición a reaccionar ante cada provocación. Así ha construido una campaña política descarada, permanente y financiada con recursos públicos. En cada escándalo que suscita, halla tribuna; en cada controversia, un nuevo escenario para incendiar al país.
Su última estratagema —una absurda consulta popular supuestamente concebida para sortear el "bloqueo" institucional del Congreso- no es más que un disfraz electoral. Sabe que no tiene viabilidad jurídica ni respaldo ciudadano— suficiente, pero le sirve para victimizarse, mantener encendida la movilización callejera y, sobre todo, promover y fortalecer sus listas al Congreso. En el fondo, se trata de un trampolín para posicionar a su "carta tapada" a la Presidencia, todo bajo el amparo del erario público.
Petro no necesita convencer a las mayorías; le basta con cautivar al 30 % que lo respalda, ese núcleo que lo defiende a toda costa. Mientras tanto, contempla cómo la oposición se fragmenta en una absurda competencia de vanidades. La lección venezolana está ahí: la dispersión de los adversarios le allana el camino, como una alfombra tendida en medio del desastre.
El país no puede seguir siendo rehén de los delirios mesiánicos del mandatario destructor, pero tampoco de la terquedad absurda de sus contradictores.
La realidad es contundente: hoy existen al menos 53 aspirantes a la Presidencia de la República. De ellos, cerca de 40 pertenecen a los espectros de centro y derecha. Una absurda feria de egos, donde todos se creen presidentes. Mientras tanto, la izquierda radical se reagrupa con astucia y sin mayores dificultades. Algunos esperan la bendición de Petro; otros cabalgan sobre la debacle que él mismo ha sembrado.
La ecuación es clara: si esos 40 nombres se unificaran, alcanzarían con holgura el 70 % del electorado. Pero si persisten en su egoísta aventura personal, Petro y su círculo más cercano no tendrán dificultad alguna en prolongar su dominio en el poder. El país no puede seguir siendo rehén de los delirios mesiánicos del mandatario destructor, pero tampoco de la terquedad absurda de sus contradictores.
La salida no es compleja, aunque sí exige grandeza: que al menos el 80 % de esos precandidatos actúe con responsabilidad histórica. Por ejemplo, que aspiren al Congreso, desde donde pueden ejercer influencia real, ayudar a reconstruir el país y proyectarse para el futuro. Todos provienen de partidos o movimientos consolidados; por tanto, pueden ser acogidos con entusiasmo por sus bases y estructuras electorales. No se trata de claudicar, sino de trazar una ruta estratégica que permita recuperar a Colombia.
Si, por el contrario, deciden persistir en la anarquía electoral, convencidos de que el destino presidencial les pertenece por derecho divino, estarán abriendo la puerta al abismo. La historia no los absolverá. Porque si Petro ha llevado a Colombia a la postración y al desastre, sería imperdonable que la vanidad de solo cuarenta personajes termine crucificándola.