Mientras los pueblos libres del mundo rechazan con indignación el oprobioso régimen de Nicolás Maduro, Gustavo Petro abraza con “amor” la dictadura venezolana, como quien se rinde ante su propia imagen en un espejo sucio. No se trata de una mera simpatía ideológica, sino de una alianza estratégica, una hermandad de conveniencias, como lo confesó Diosdado Cabello. Lo que los une no son simples relaciones diplomáticas: es el pacto tácito para proteger a grupos ilegales como el Eln, que en Colombia sigue siendo una guerrilla, pero que en Venezuela ya desfila orgullosamente como fuerza paramilitar del Estado.
Petro no está solo ciego ante esta realidad: está entregado a ella. Mientras en regiones como el Catatumbo, La Plata (Huila) o El Plateado (Cauca) los ciudadanos viven bajo el yugo de guerrilleros, disidencias y bandas criminales, el Presidente no se solidariza, no protege a la población civil. Se burla. Desde su púlpito de Twitter, trivializa a las víctimas y rinde honores a sus verdugos. La máxima de Albert Camus resuena hoy con fuerza: “El peor mal no es la crueldad de los malvados, sino la indiferencia de los buenos”. En el caso colombiano, esa indiferencia raya ya en la abierta complicidad.
Colombia, que debería proteger a sus empresarios, emprendedores y ciudadanos, hoy los persigue como si fueran delincuentes. Se los asfixia con impuestos, se los estigmatiza desde el discurso oficial, mientras, en un grotesco contraste, se les entregan micrófonos y recursos a quienes han dedicado su vida al crimen. En la Colombia de Petro, producir es sospechoso y delinquir es sinónimo de reivindicación social.
La evidencia de este cinismo estructural no podría ser más clara que en la respuesta frente a las elecciones en Ecuador. Noboa ganó con una diferencia de más de un millón de votos en un proceso avalado por la OEA, la Unión Europea y decenas de misiones internacionales. Pero eso no bastó para Petro, quien, sin pruebas, optó por insinuar irregularidades, como buen discípulo del libreto chavista. Prefirió acompañar la pataleta de la candidata derrotada de izquierda, en una reedición patética de la estrategia que aplican dictadores como Maduro y Ortega cada vez que la voluntad popular no les sonríe. Ya lo había advertido Winston Churchill: “Los fascistas del futuro se llamarán a sí mismos antifascistas”. Hoy, los supuestos defensores de la democracia son los primeros en deslegitimarla cuando no logran imponerse.
En la Colombia de Petro, producir es sospechoso y delinquir es sinónimo de reivindicación social
Resulta aún más insultante recordar que cuando Nicolás Maduro organizó su parodia electoral –con resultados absurdamente precisos a cinco decimales, miles de opositores encarcelados y censura mediática–, Petro no solo no cuestionó el proceso: lo validó, envió delegados y reconoció a un dictador repudiado. En la lógica petrista, el “fraude horroroso” es aquel que le arrebata un país a la izquierda, pero legitima aquel que encarcela, desaparece y mata a su propio pueblo.
La ironía no podría ser más cruel. Petro reconoce dictaduras, premia a los terroristas que someten al pueblo colombiano, mientras sabotea a quienes aún creen en la ley, el trabajo y la democracia. El camino que su gobierno siembra no es el del cambio social prometido, sino el de la destrucción de la institucionalidad, con la esperanza de, en medio de las ruinas, erigirse como salvador mesiánico.
No nos engañemos: el petromadurismo es un proyecto concertado de captura institucional, una operación regional en la que participan Cuba, Nicaragua, Venezuela y otros regímenes que desprecian las libertades. Un verdadero “eje del mal” que Petro pretende consolidar, disfrazándolo de revolución social.
En 2026, cuando Colombia vuelva a poner a prueba su democracia, no esperemos concesiones de quienes hoy premian el crimen y aplauden dictadores. Para ellos, solo existe un resultado legítimo: su permanencia indefinida en el poder, cueste lo que cueste.
LUIS FELIPE HENAO