No sabe uno qué pensar después de leer las cartas que Álvaro Leyva le ha enviado a Gustavo Petro, y mucho más difícil es entender cuál es el propósito de hacerlas públicas o por qué se demoró tanto para hablar.
Cuando el antiguo ministro de Relaciones Exteriores publicó la primera misiva de cuatro páginas, en la que puso de manifiesto la supuesta adicción del Presidente de la República a las drogas, me dio la impresión de que, en el mejor de los casos, se trataba de una denuncia extemporánea. Y, además, me preguntaba por qué –después de ver lo que vio, y si le parecía tan espantoso– Leyva resolvió continuar en el Gobierno.
Y aunque para algunos ese silencio fue un acto de lealtad, a mí me parece que, si en efecto los hechos denunciados por Leyva eran ciertos, se trató de un acto de complicidad inaceptable.
En unos apartes de esa comunicación inicial –fechada por cierto el 19 de abril, día del cumpleaños del Presidente– el corresponsal se dirigía a su exjefe de un modo casi paternal, como si se tratara de un consejero o de un coach; pero en otros párrafos abandonaba ese tono condescendiente y pasaba a regañarlo y a hacerle recriminaciones por viejas y conocidas conductas de Petro que al parecer no le molestaban a Leyva cuando disfrutaba de las mieles de la burocracia oficial.
También se quejaba de la imposibilidad de comunicarse con el mandatario, porque, según él, Laura Sarabia lo sometía a largas esperas, y decía que al final comprendió que ella “era la dueña de su tiempo (...) y que, además, le satisfacía algunas necesidades personales”. Si esto era verdad, y ocurría “desde un comienzo”, vuelvo y me pregunto qué diablos se quedó haciendo en ese cargo, por qué siguió fungiendo como canciller en un gabinete donde la interlocución con el Presidente era inexistente.
A mí no me sonaba ni me suena lógico ni coherente que un funcionario de tan alto rango, un veterano de la política, con una experiencia tan larga, soportara tantos desplantes y desaires “por amor a la patria”.
De hecho, en la nueva carta, con una extensión que duplica la anterior, Leyva vuelve por sus fueros, y trata ingenuamente de explicar lo inexplicable, dando a entender que ya era pertinente dejar de lado esa “prudente ocultación de la verdad”, porque ahora sí se afecta el bien común. En esta carta, el autor vuelve a sacarle a Petro los trapos al sol, enunciando una serie de desatinos diplomáticos del Presidente que poco o nada sorprenden, y que el propio Leyva usa para tratar de justificar su tardía salida del Gobierno y de paso darle lustre a una gestión más propia de un bombero, dedicado a apagar incendios, que de un canciller, cuya misión es conducir la política exterior de la Nación.
Si el Presidente se niega a aceptar la evidente crisis de seguridad que hay en el país, tampoco creo que vaya a itir sus hipotéticas adicciones
Pero Leyva no se queda ahí, sino que en esta nueva epístola –con no pocos errores de redacción y estilo–, señala que Petro es prisionero del vicio, y que “el Presidente de Colombia, país de la coca, cayó en la trampa”. Incluso, va más allá al decirle: “La enfermedad lo invadió, Presidente”, y le pide, sin más ni más, que renuncie, y que lo haga lo más pronto posible.
Ahora bien, si el Presidente –de espaldas a la realidad– se niega a aceptar la evidente crisis de seguridad que hay en el país, tampoco creo que vaya a responderle a Leyva o a itir sus hipotéticas adicciones, ni mucho menos a renunciar, a pesar de los serios señalamientos de su excanciller.
Y yo vuelvo y me pregunto: si todo era tan desagradable, ¿por qué Leyva se quedó tanto tiempo en el palacio de San Carlos? Más aún: si tenía cómo sustentar sus acusaciones, ¿por qué no hizo en su momento las denuncias correspondientes? Y, una vez se retiró de su puesto, ¿por qué se demoró tanto para poner todas esas irregularidades en conocimiento del país?
VLADDO VLADDO