Con cierta frecuencia, en el debate público dicen algunos críticos, colegas y lectores que los columnistas de opinión nos hemos quedado estancados al escribir artículo tras artículo sobre el gobierno Petro y todas sus contradicciones. Pero es difícil pensar en cambiar de tema en una hora tan difícil y decisiva para nuestra nación.
El país está lejos de haber vivido días perfectos o de haber estado libre de problemas estructurales. La guerra, la pobreza y la corrupción han desafiado de manera permanente el proyecto de la nación colombiana, pero durante el curso de las décadas recientes se ha consolidado una institucionalidad que ha permitido enfrentar esos tres problemas con una creciente contundencia. El problema es que, a diferencia de muchos de los gobiernos anteriores, esta vez el presidente Petro ha prometido resolver esas tres problemáticas con cálculos alegres e imposibles de cumplir, y ha puesto como condición la desinstitucionalización por medio de figuras como la reescritura de la Constitución del 91 y un arbitrario uso de la declaración de emergencias. Lejos de cumplir lo ofrecido, a este paso en 2026 Petro devolverá un país con una institucionalidad herida y, a su vez, más pobre, con más violencia y corrupción.
Por primera vez en mucho tiempo, nuestra nación no es gobernada por un proyecto que busca mejorar lo que ya funciona y reformar lo que necesita cambios estructurales. El presidente Petro cree con absoluta seriedad que es una combinación de Bolívar y Aureliano Buendía y que a las buenas o a las malas tiene la facultad divina de interpretar el deseo unánime del pueblo –que no es otro que su propia voluntad personal– y transformar el país de una vez por todas, amenazando con estallidos populares cada vez que su deseo no se cumple. Este capítulo de megalomanía ha representado un desafío inédito para la institucionalidad colombiana, pues el presidente es el máximo representante del Estado y a su vez uno de sus mayores detractores desde sus llamados a las movilizaciones contra decisiones del Congreso y las cortes. Su respuesta ante cada crítica no es otra que señalar a sus contrincantes de ser aliados de la “política de la muerte” y de la destrucción ambiental del planeta, lo que lleva el debate democrático a un suelo donde ninguna discusión con altura puede darse. ¿Cómo podríamos dejar de hablar de este escenario tan preocupante?
Los tiempos que vive Colombia no son normales, mientras que el Gobierno insiste en que se debe reescribir la Constitución del 91 a su antojo, mediante una confusa e inconclusa asamblea, para institucionalizar su visión para las décadas entrantes. Tampoco es normal, ni mucho menos democrática, la lógica casi chantajista bajo la cual la istración intimida al país con el colapso de los modelos de salud, energía y pensiones si sus reformas no son aprobadas a su antojo y medida. Lo que Petro no ha entendido es el enorme sufrimiento humano detrás de cualquier falla en todos esos sistemas, pues a pesar de sus falencias, desafíos y errores, se trata de esquemas que protegen las vidas de millones de personas.
En los últimos y largos dos años, la ciudadanía ha sido testigo de cómo una mezcla del deseo de reinventarlo todo, la improvisación y una vocación destructiva ha llevado a que el Gobierno juegue con candela
El gran error que muchos dirigentes políticos, analistas y líderes de la opinión pública cometieron en 2022 fue subestimar el enorme riesgo del triunfo de un candidato que abiertamente enfrentaría la institucionalidad desde propuestas que de tantas maneras ponían en riesgo procesos económicos y sociales que llevaban en curso medio siglo. El país, según la lectura ligera de algunos de ellos, iba tan mal que no podía estar mucho peor. Pero ante esa narrativa facilista y ‘fracasómana’, los hechos dicen lo contrario: no estábamos tan mal, Colombia avanzaba por un camino esperanzador en las últimas tres décadas y las cosas sí podían empeorar de sobremanera.
En los últimos y largos dos años, la ciudadanía ha sido testigo de cómo una mezcla del deseo de reinventarlo todo, la improvisación y una vocación destructiva ha llevado a que el Gobierno juegue con candela en algunos de los campos que más debería manejar con cautela y prudencia. Aunque el petrismo elabore las más creativas líneas narrativas para defender los hechos de meses recientes, un asunto tan crucial como es la relación con Estados Unidos no debería manejarse desde la impulsividad de los trinos trasnochados de un mandatario, ni tendría por qué ser aceptado que una institución tan determinante para el crecimiento de la economía como Ecopetrol sea demolida desde promesas cargadas de charlatanería. Mal harían los columnistas de opinión al llevar su mirada a un lado mientras un sistema de salud que tanto había avanzado en sus servicios y cobertura es sometido a su propia implosión, o si dejaran de hablar de cómo el país enfrenta el momento más desesperanzador del orden público en muchos años.
Sería insensato, cuando menos, dejar de hablar de una realidad tan tormentosa para discutir temas más cómodos y placenteros de leer. Y aunque millones contamos los días para que en cumplimiento de los calendarios electorales y los periodos establecidos por la Constitución llegue el turno de una nueva época más esperanzadora para el país, no es tiempo de cambiar de tema ni de callar sobre la desafiante coyuntura de fondo que preocupa a gran parte de nuestra nación.
FERNANDO POSADA
En X: @fernandoposada_