Primero fueron las largas filas de turistas disfrazados de alpinistas subiendo la cuesta del Everest y ofendiendo con ello a los verdaderos montañistas, y ahora las filas de turistas enfundados en costosísimos trajes polares desfilando por las planicies heladas de la Antártida para disgusto de los científicos.
Cualquier ciudadano de la calle, sin mayor entrenamiento para escalar montañas, con buena salud y estado físico, con tal de que respire y camine normalmente y tenga 60.000 dólares puede subir al Everest. Los sherpas se encargan de todo, incluso de casi cargarlo si es necesario. Y no solo al Everest, que con sus 8.848 m. s. n. m. es la cumbre más alta del planeta, sino también al K2, que es más difícil de escalar. Los colombianos dirigidos por Juan Pablo Ruiz (q. e. p. d.) escalaron en memorable hazaña el Everest, y Mateo Isaza lo logró sin oxígeno, sin ayuda y en solitario en impresionante escalada.
Los montañistas del mundo se sienten ofendidos por los mercachifles que han convertido la gran hazaña en un negocio descarado y peligroso. El 29 de mayo de 1953 Edmund Hillary y Tensing de Norgay subieron por primera vez el Everest. La clave del éxito fue lo que desde entonces se llama “escalón Hillary”, que es una roca vertical de 12 metros ubicada a 8.790 metros y es paso obligado.
Las ascensiones a las grandes montañas del mundo que rebasan los 8.000 metros casi todas se hacen caminando, algunas escalando. El problema es la falta de oxígeno, que a medida que se sube se hace cada vez mayor, el peso de los tanques de oxígeno y los morrales, el cansancio, el frío y la falta de técnica. El escalón Hillary, ubicado a baja altura, no representaría ninguna dificultad, pero a los 8.790 metros es un obstáculo casi infranqueable porque el montañista está casi al límite de sus fuerzas. Allí encuentran los escaladores el “atasco” entre los que suben y los que bajan, y las esperas se hacen eternas y por ello ocurren en este sitio las tragedias mortales.
El K2, que con 8.611 metros es la segunda montaña más alta de la Tierra, también tiene su larga fila de turistas que al llegar al “cuello de botella”, que es una pared vertical de hielo ubicada cerca de la cumbre, se convierte en un durísimo obstáculo y allí han ocurrido las tragedias.
Estas aglomeraciones matan el espíritu de la aventura. Las masas acaban con el encanto del turismo y su sentido como goce y descanso. En Venecia, sus habitantes están hartos de las multitudes. En los alrededores de la Sagrada Familia repartían un volante a los turistas en el que se leía: “Al regreso nunca diga que estuvo en Barcelona”.
En muchos lugares del mundo están cansados de las riadas de bullosos visitantes, muchas veces irrespetuosos de monumentos y tradiciones. En Roma han limitado el a la Fontana di Trevi. Allí mismo y en las Baleares no quieren ver a turistas de cierto país de Europa porque protagonizan horribles escándalos borrachos y desnudos y hacen las necesidades fisiológicas en público y en los monumentos, etc.
Vengamos a Colombia. A Filandia, el bellísimo pueblo de mi natal Quindío, es mejor ir entre semana, porque en domingos y fiestas casi no se puede caminar por la cantidad de visitantes. Punta Gallinas y las Dunas de Taroa, que son (eran) los más bellos y evocadores rincones de la Alta Guajira, ahora son una barahúnda de vehículos, carpas, hamacas, ruido y multitudes. Y si nos descuidamos, los mágicos Cerros de Mavicure, en el Guainía, se nos convertirán en un balneario como el Charco Hurtado de Valledupar. Bueno es el turismo... pero no tanto.