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Norman Mailer o la ficción disfrazada de realidad

El remezón de valores éticos políticos, estéticos… lo encontró adulto en el sentido Kantiano.

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Cuando la Nueva Ola se levantó amenazante y conmovió las tranquilas playas del american way of life en los revolucionarios años sesenta, a Norman Mailer no lo sorprendió desarmado, indiferente, ni dormido.
Acuario –nacido un 31 de enero de 1923–, no podía moverse con soltura y agilidad en su elemento, agua, y ya maduro, con una sólida cultura y una visión crítica del mundo, había construido bajo sus pies la tabla de surfing que le permitiría trepar a la cresta de la ola para arremeter con seguridad contra el establecimiento con su pose de felino rampante.
Al estudiar y graduarse en ingeniería aeronáutica en Harvard, se equivocó no tanto de profesión como de elemento. No era el aire, era el agua el medio que precisaba para mutarse alternativamente de furioso Poseidón a sensible cautivador de sirenas, a “prisionero del sexo” como tituló su ensayo sobre el feminismo. El aire da seguridad, es permanente. La ola puede desvanecerse –y se desvanece– en cualquier instante.
Y a Mailer lo seducían el riesgo, la incertidumbre, el peligro. No construye una novela como si se tratara de un proyecto milimétrico, con la certeza del cálculo, apoyado en las matemáticas con las que el ingeniero construye un túnel con la seguridad de saber adónde va a desembocar, sino con el olfato del topo. Con su instinto.
El remezón de valores éticos políticos, estéticos… lo encontró adulto en el sentido Kantiano. Es decir, en esa adultez caracterizada por la capacidad y la asunción del riesgo de pensar por sí mismo. Con razón fue llamado “la conciencia antibélica de Norteamérica.
La perspectiva de los años nos lo muestra como un representante típico de los turbulentos y desmitificadores años sesenta, comprometido contemporáneo de la revolución sexual, los alucinógenos, la conciencia antibélica y el Nuevo Periodismo. Sin embargo, su arribo a ese escenario lo hizo ya con su propia revolución a cuestas.
Venía de la guerra, de muchas guerras: de la del deseo, de la cruzada contra la teología ortodoxa por la recuperación de su propio Dios, de la Segunda Guerra Mundial (Los desnudos y los muertos, 1948), de la batalla cotidiana del periodismo (cofundador del Village Voice de N. Y.), y de la más tormentosa contra la decadencia social y espiritual de su país.
De modo que más que el producto de la época, fue el gestor de su espíteme, al lado de Timothy Leary, los Rolling Stones, Andy Warhol, el hipismo, Bob Dylan…Venía del periodismo a la literatura y volvió a la fuente de aquel para nutrir esta; “por fin acepté que por encima del reino de mis ensoñaciones siempre estará el reino de la vida real”.
Catecúmeno de la prosa despojada y llana de Hemingway, en medio de la turbulencia exterior e interior enfrenta la página en blanco con frialdad y precisión. Se distancia de sus propias emociones y sentimientos para fijar la palabra con el tino de una pincelada maestra hasta dejar el texto –según sus propias palabras– “pulido y tenso como las cuerdas de un violín”.
Pero la depuración de su estilo, y he aquí un ejemplo de la fusión necesaria de vida y obra, era para él el resultado de su propia depuración personal. Profundamente ético en su heterodoxia cree que la bondad del estilo solo puede ser alcanzada con la bondad del hombre. Pues no concibe un buen estilo, noble y depurado en un hombre malo; y la disciplina es condición de esa bondad.
Parecería una broma esa formulación moral en un hombre que confiesa su adicción a la marihuana, que acuchilló a una de sus seis esposas, que asigna a la pornografía una función formadora y que defiende a Charles Manson el asesino de la ex-Polansky Sharon Tate.
Pero es que Mailer no busca la verdad por los trillados caminos de la moralidad burguesa, aunque a veces coincida con ella. La comunicación con Dios, su Dios personal, podía encontrarla a través de la droga o el sexo (sin desconocer las trampas que minan esas sendas).
Haber conocido tempranamente el éxito desde su primera novela, que alcanzó un tiraje de cuatro millones de ejemplares, recibida con entusiasmo por la crítica (y por el gran público) que la calificó como la mejor del género escrita después de La guerra y la paz, de Tolstoi, lejos de envanecerlo lo hizo sentirse indigno y le impuso la exigencia de la responsabilidad y el profesionalismo para estar a tono con sus inesperados logros.
El profesionalismo con el que asumió el oficio y el indiscutible talento moldeado en una rigurosa disciplina hicieron de cada libro que publicaba un éxito económico y un gran logro intelectual y editorial al tiempo que lo convirtieron en el gran escritor norteamericano de la segunda mitad del siglo XX.
ALPHER ROJAS C.

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