Esta semana desapareció de X la función de Círculo Verde, la cual permitía que las personas que hacían uso de esa red social pudieran hacer trinos para un grupo reducido de personas que preseleccionaban. Muchos jóvenes usaban esta función para crear comunidades con las que compartían gustos o ideologías de pensamiento, es decir, dentro de la burbuja de X, crear una burbuja aún menor y controlada de la información que exponemos al mundo y que nos llega de él. Una necesidad imperiosa de generar cercanía y nuevas amistades.
Los jóvenes tenemos cada vez más dificultades para encontrar esas personas con las cuales conectar. No porque no existan, sino porque tememos a la diferencia. Nadie está dispuesto a sacrificarse para poder entablar una relación de amistad, de amor o de familia que sea significativa. Las relaciones implican dejar ir alguien que somos y acoger nuevas, mejoradas o ampliadas visiones sobre el mundo. Preferimos aquello que no nos cuestiona o reta, preferimos la tranquilidad ficticia de un mundo que armamos a nuestra medida y ahí están los compañeros de rumba, de sexo, de trabajo o estudios, pero ¿dónde y en qué consiste la verdadera amistad?
Varias veces me he encontrado con personas que, en medio de una narración de sucesos, se detienen y dicen: “Uy, creo que esto debería mejor contárselo a mi psicóloga” y no hay nada que me parezca más peligroso que nuestra generación esté evitando mostrarse vulnerable ante quienes son sus amigos. Si un amigo no sirve para contarle los problemas, alegrías y las emociones, ¿para qué tenemos amigos?
Somos una generación muy consciente de nuestras emociones, pero al mismo tiempo tan ajenos a ellas. Hemos blindado nuestros corazones porque consideramos que lo que ocurre en nuestro interior no lo puede comprender nadie. Las redes sociales tienen parte de culpa por esta situación, pues nos han hecho creer únicos en el mundo y por eso los amigos no nos bastan para entender lo que nos sucede. Creemos que necesitamos de un profesional de la salud que valide lo que sentimos, que nos proporcione un diagnóstico que nos dé tranquilidad o un medicamento para poder escapar.
Ahora bien, esa falta de amigos de verdad está llevando a los jóvenes a estar obsesionados con ir a terapia. Como nadie quiere hacerse cargo de lo que sienten sus amigos y tampoco quieren exponerles a ellos lo que sienten, la necesidad de que todo el mundo vaya a terapia a hablar de eso que no queremos hablar se vuelve imperiosa. No es gratuito que la gente en las aplicaciones de citas mencione que va a terapia como si esto fuera una gran ‘green flag’ (término coloquial para decir que una persona es un buen partido) y quienes no van a terapia son catalogadas en el acto de tener una gran ‘red flag’.
Los jóvenes piensan que ir a terapia consiste en tener el espacio para hablar constantemente de tus problemas, que sirve para guiarte en la vida, para acompañarte por el tiempo que lo necesites; y hay muchos psicólogos y psiquiatras irresponsables que nunca dan un plan de trabajo claro o evitan dar de alta a sus pacientes. No hay un tiempo determinado para un acompañamiento psicológico, menos en ramas psicodinámicas o cercanas al psicoanálisis. Pero lo cierto es que la terapia no puede convertirse en el espacio en el que sí me permito ser yo mismo porque entonces todos los otros espacios se van a llenar de insatisfacción y ahondar en la incomprensión que ya sentimos.
Para ser vulnerable, para compartir la vida y sus devenires hay amigos, familia, gente con la que debemos perder el miedo de interactuar, de intimar y de abrirnos a la contrariedad, a la diferencia. Así pues, la terapia debe ser un espacio para asumir autonomía en nuestra gestión de la salud mental y la cura para la soledad generacional que nos agobia está en la vulnerabilidad.
ALEJANDRO HIGUERA SOTOMAYOR