Cuesta mucho no escribir sobre la campaña publicitaria que hace apenas unos días puso a circular la empresa Metro de Bogotá para celebrar el hito del 50 por ciento de avance de la obra. Más allá de proponernos todo un reto mental para interpretar lo que intentaron decir, las vallas son, sobre todo, un increíble laboratorio para entender cómo estamos concibiendo la relación con nuestro pasado y con nuestra memoria. En las piezas se puede leer: Hace 500 años nuestro patrimonio estaba subterráneo, ahora estará elevado. El aviso remata con el eslogan central de la campaña: Por un metro a la altura de nuestra cultura; de fondo se ve una figura prehispánica (cortada a la mitad) que en uno de los dos modelos es, cómo no, el poporo quimbaya.
Vamos por partes. Empecemos por suponer que la mención al patrimonio subterráneo es en realidad una referencia al patrimonio arqueológico. Si eso es así, en todo caso no es muy claro si lo que quieren decir es que aquello que es (o era) nuestro patrimonio entra en esa categoría porque ya dejó de estar bajo tierra o porque quedó enterrado hace quinientos años y sigue ahí, subterráneo.
Es que por ahí me parece que se les escapó una preposición importante porque la frase habría sido un poquito más comprensible si hubiera dicho algo así como nuestro patrimonio de hace quinientos años estaba subterráneo pero ahora estará elevado, aunque a decir verdad así tampoco tiene mucho sentido. Creo que lo que estaban tratando de decir es que Bogotá tiene (o tenía) un patrimonio que en líneas generales venía de la época prehispánica (donde lo muisca y lo quimbaya son a sus ojos más o menos la misma cosa) y que por venir de esa época está necesariamente bajo tierra, pero que ahora vamos a tener otro, uno que no está abajo sino arriba, elevado como el metro, porque esa es la altura que merece nuestra cultura.
En realidad no es de descartar que en algún momento el metro de Bogotá pueda convertirse en un futuro en un patrimonio de la ciudad, en el sentido clásico de ser algo importante para los y las ciudadanas, algo que movilice un sentimiento de orgullo compartido.
Los temas de la crisis del agua o de los modelos de ocupación y ordenamiento de la sabana de Bogotá, se deberían discutir a la luz de lo que puede aportar la arqueología.
Sin embargo, lo complejo de esta campaña es que casi de manera inconsciente terminó revelando un montón de lugares comunes sobre la noción de cultura, entre otras, la idea de que existe una alta cultura en oposición a una baja cultura, oscura y subterránea. Y en ese sentido la campaña no hace sino reflejar el hecho de que, por lo general, la arqueología nunca ha sido considerada un campo importante para pensarnos en colectivo; de hecho, el patrimonio arqueológico ha sido más bien visto en el contexto de las grandes obras de infraestructura como el obstáculo que causa retrasos en los cronogramas, aunque es cierto que en Bogotá durante los últimos meses se ha hablado un poco más de los importantes hallazgos arqueológicos realizados en el contexto de estas intervenciones.
Sin embargo, la manera en que se aborda el recuento de estos hallazgos muchas veces se queda en la descripción casi taxonómica de los objetos encontrados con una lógica de exhibición que no revela nada sobre los sistemas de vida y las maneras de habitar de las sociedades que las produjeron. Y es que en esas ventanas sobre el pasado hay muchas claves para pensar nuestro presente, sobre todo en estos tiempos de grandes incertidumbres ambientales.
Los temas de la crisis del agua o de los modelos de ocupación y ordenamiento de la sabana de Bogotá, solo por mencionar dos debates absolutamente coyunturales, se deberían discutir a la luz de lo que puede aportar la arqueología. Por eso, es urgente que por lo menos Bogotá adopte ya el Plan de Manejo Arqueológico (PMA) que está formulado desde el mismo Distrito desde el año pasado. El PMA es una hoja de ruta indispensable para darle sentido a nuestro patrimonio arqueológico y por esa vía construir un relato distinto sobre nosotros mismos.