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Análisis
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Mario Puzo: la historia del escritor que se convirtió en icono de la mafia, reinventó el mito de Superman y no pudo ganar el Nobel
Hace 25 años murió el autor de la novela que se transformó en la obra maestra de Coppola.
El Padrino, de Mario Puzo, se convirtió en una de las mejores películas de todos los tiempos en las manos de Francis Ford Coppola. Foto: Archivo particular
Hace 25 años, mientras esperaba que la Paramount Pictures le diera luz verde a su proyecto soñado, el Padrino IV, el filme donde desarrollaría el inicio en el hampa de Sonny Corleone, el hijo mayor de don Vito, un infarto sorprendió a Mario Puzo en su casa en las afueras de Nueva York. Era el 2 de julio de 1999. Tenía 78 años. Subestimado por la crítica, maltratado por los grandes estudios de cine que nunca le pagaron lo que realmente valían sus ideas, su obra estuvo lejos de ser tenida en cuenta por los de la academia sueca que eligen cada año al ganador del Nobel. Es más, en su momento, insinuar que el autor de El Padrino podría estar en el mismo renglón que William Faulkner, Ernest Hemingway o Gabriel García Márquez era un herejía.
El tiempo, juez implacable, ha demostrado la importancia de la obra de Puzo; cada vez hay más defensores y abanderados. Sus novelas, escritas con una prosa potente y directa que describe situaciones como si fuera una cámara de cine, son testimonios históricos sobre la camorra, el juego en Las Vegas, los Borgia o —incluso— son capaces de iluminar uno de los episodios olvidados de la historia reciente italiana: el interés del fascismo por aniquilar a la mafia siciliana.
Mario Puzo dejó, además de El Padrino, novelas como El último Don y El siciliano. Foto:Ken Schles / Getty Images
Benito Mussolini llegó al poder en 1922 y desde ese momento cerró su puño de hierro sobre todas las regiones de Italia, pero no pudo con Sicilia. Durante seis años intentó entrar en la esfera de los grandes capos. Pero fracasó. La isla tenía sus propias leyes. Mientras la bota itálica absorbió con rapidez el panitalianismo, el corporativismo y demás conceptos del fascismo, Sicilia era una rueda suelta. Y Mussolini decidió usar la fuerza.
La primera vez que il Duce visitó la isla fue en 1923. Allí habló con el capo de capos, sco Cuccia, alias Don Ciccio, quien se sintió ofendido por los anillos de seguridad que Mussolini desplegó en la isla, “acá no le va a pasar nada”, le susurró ‘Don’, “querido Duce, hasta acá las hojas de los árboles me piden permiso para moverse”. Unos años atrás, el rey Víctor Manuel III visitó Sicilia y había condecorado a quien era su patrón.
Mentón arriba, bombín ridículo, el objetivo de la visita de Mussolini era dejar en claro quién mandaba, quién era il patrone. Organizó una manifestación en la plaza central de la isla. Esperaban llenar el lugar y solo asistieron un par de mendigos. La Cosa Nostra estaba detrás del sabotaje. El dictador no perdonó la humillación. Regreso a Roma, organizó a sus Camisas Negras y, un año después, atacó. Entre 1925 y 1929, el Duce “peinó a Sicilia”: de las 11.000 personas que pertenecían a la mafia quedaron solo 3.000. Fue un aniquilamiento refundido en la historia. Los pocos jefes que quedaron se vengarían tiempo después, justo en 1943, cuando los aliados bordeaban las costas italianas durante la Segunda Guerra Mundial. La mafia fue fundamental para apoyar a las tropas estadounidenses y hacer que cayera de una buena vez por todas el fascismo. Esta historia inspiró a Mario Puzo para escribir El siciliano.
Después del éxito de El Padrino —con 50 millones de copias vendidas en todo el mundo—, Puzo renunció a su obra personal y empezó a darles gusto a sus lectores, sedientos de más historias sobre los Corleone. Antes de conocer el éxito, este hijo de inmigrantes italianos, graduado en Ciencias Sociales en la Universidad de Columbia, había publicado tres novelas, The Dark Arena, The Fortunate Pilgrim —de la que siempre se sintió muy orgulloso— y Seis tumbas en Múnich. Entre estos tres títulos vendió apenas 6.000 ejemplares. Sus regalías eran ridículas y tenía que mantener una adicción: el juego.
En 1968, a sus 49 años, Mario Puzo tenía una deuda de 11.000 dólares y lo estaban buscando en Nueva Jersey para romperle las piernas. Nunca había conocido íntimamente a ningún mafioso, pero tenía suficientes “recursos interiores” para tratar de escribir algo y salvarse. Era italiano y los gánsteres siempre se han visto bien en la pantalla grande. ¿Por qué no intentarlo? Ninguna editorial podría pagar las sumas que manejaban los grandes estudios de Hollywood. Así que escribió a toda velocidad la historia de la familia Corleone. Un borrador de 150 páginas. Sabía un par de secretos de Frank Sinatra y los metió allí, camuflado en un personaje llamado Johnny Fontaine. El libro se llamaba The Mafia.
Frank Sinatra, durante un concierto en Castro París, en España. Foto:Castro París. EFE
En 1968 su agente le consiguió una cita con la Paramount. El jefe de producción del estudio era un joven brillante, ambicioso y de dentadura perfecta. Hablaba como si estuviera masticando vidrios. Se llamaba Robert Evans. Consumía dos gramos de cocaína al día. El gordo sudoroso, de lentes gruesos e inseguro que le presentó el proyecto le pareció poca cosa. El discurso de Puzo para vender su historia fue errático: “Debo once mil dólares, si no los consigo, me darán con un bate”. Evans, que no quería leer una sola de esas hojas pegachentas, le respondió para sacárselo de encima: “Toma doce mil quinientos dólares y escríbelo de una puta vez”.
Ese año, 1968, era el peor momento para hacer una película sobre gánsteres. Como el wéstern, después de El hombre que mató a Liberty Valance, era un género que estaba muriendo. El estudio había perdido millones de dólares en un proyecto con Kirk Douglas llamado Mafia. Era un capítulo cerrado. Pero, de un momento a otro, Puzo consiguió el éxito con el que soñaba. El Padrino se convirtió súbitamente en el libro más vendido en 1969. Puzo pudo pagar todas sus deudas. Ya nadie le partiría las piernas y la Paramount tenía los derechos para hacer una película.
La historia ya la conoce todo el mundo. Le dieron el proyecto a un muchacho de 33 años llamado Francis Ford Coppola, que adaptó —en compañía de Puzo— el guion a la pantalla grande y de paso se enfrentaron con el circulo mafioso de Sinatra, que impidió que el personaje de Johnny Fontaine tuviera en la versión cinematográfica la importancia que tiene en el libro.
Durante años, los críticos han afirmado que El Padrino es uno de esos casos donde “la película es más importante que el material original”. Nada más lejos que esto. La grandeza de Coppola —incluso en sus propias palabras— es que llevó a la pantalla de manera exacta la historia de un hombre que consigue, a punta de sangre y cariño, convertir a sus hijos en asesinos y hacer realidad el sueño americano. Es una tontería comparar una película con un libro. Son lenguajes diferentes. La fotografía de Gordon Willis, las actuaciones de Al Pacino, Marlon Brando y James Caan y la música de Nino Rota le dan la grandeza faraónica que tiene esta obra maestra del cine. Pero la tensión narrativa, la estructura y la libertad que nos da a los lectores para construir los personajes con las caras que nuestra imaginación ordene hacen de la lectura de El Padrino un placer absolutamente independiente de la adaptación cinematográfica.
Puzo, con El Padrino en su currículo, empezó a cobrar cheques con seis ceros. Luego el tándem Coppola-Puzo, con fragmentos del libro que no usó en su primera parte, como la salida del pueblo de Corleone de Vito Andolini, luego de que su familia fuera arrasada, su posterior llegada a Nueva York y sus primeros años duros en Little Italy, o la historia de Michael Corleone y Hyman Roth en Cuba, en el marco del 31 de diciembre de 1958, cuando las tropas dirigidas por Fidel Castro deponen al dictador Fulgencio Batista, logra la que es considerada la mejor secuela de todos los tiempos: El Padrino II.
'Michael Corleone' es protagonizado por el ganador del Oscar 1993 Al Pacino. Foto:Paramount Pictures
Pero Puzo, entre tanto, era subestimado por los círculos literarios de Nueva York por su capacidad para vender sin límites: algo de lo que sufre otro consumado hacedor de best sellers, el todopoderoso Stephen King. Tal vez por eso nunca dijo en sus entrevistas a grandes medios que su principal inspiración para escribir El Padrino no fue la mafia —que él, un niño gordo y lector retraído, jamás conoció en sus entrañas—, sino Dostoyevski y Los hermanos Karamazov.
El Padrino, Mario Puzo, Ediciones B Foto:Archivo particular
La familia fue el motor de inspiración de este italoamericano. Tenía que vivir de algo y los guiones fueron la manera más segura de ganar millones. Ya estaba mayor para confiar en la ruleta y no quería arriesgarse a quedar sin piernas. Y escribió los guiones de Terremoto, la película más taquillera de 1974, y otra obra maestra: Superman, en 1978. En el filme se encuentran sus obsesiones: Jor-El (encarnado por Marlon Brando) debe desprenderse de su hijo Kar-El y enviarlo a otra galaxia para salvarlo de la devastación inminente de Krypton. Durante la primera hora de la película no vemos la capa roja y el enterizo azul que inmortalizarían a Christopher Reeve, porque primero debe hacer el camino del héroe. Algo parecido a lo que sucede con Michael Corleone en El Padrino, al que solo veremos en su verdadera estatura dentro de la historia después de asesinar a Sollozzo y al capitán McCluskey en un restaurante cuya especialidad es la ternera. Quitando la infumable escena de Superman volando con Luisa Lane, la película sigue entreteniendo a pesar de su casi medio siglo. El Puzo más sagaz escribió una historia en la que le dejaba las puertas a una secuela: la venganza del general Zod y sus dos subordinados, condenados a vivir en la zona fantasma, pero favorecidos al ser los únicos habitantes de Krypton —además de Kar-El— que sobrevivieron a la desaparición del planeta. Por eso, su aparición cuatro años después, en 1982, fue un hit. Superman II ha envejecido aún mejor que su predecesora.
Christopher Reeve es, hasta ahora, el mejor Superman de todos los tiempos. Foto:Archivo particular
El cine le permitió la libertad para escribir sus novelas. En 1978 publicó la novela Los tontos mueren, donde retoma uno de sus viejos demonios: el juego. La historia se centra en Las Vegas y van apareciendo personajes que luego regresarían en su obra más lograda y tal vez menos reconocida, El último Don. Sin una novela como Los tontos mueren, Martin Scorsese jamás habría conseguido la atmósfera de Casino.
En 1987 lanzó otro hit, El siciliano, donde retoma como personaje a Michael Corleone. La historia —como dije al comienzo— se desarrolla en los años posteriores a la ofensiva contra la mafia de Mussolini. Un joven llamado, Salvatore Giuliano, vive entre las montañas desafiando el poder establecido, incluido el de Don Croce Malo, el capo de capos de la isla. Es un Robin Hood, la versión romántica del bandolero. Michael Corleone, en los años en los que debe esconderse en Italia, conoce la leyenda de Giuliano y decide hacer todo lo posible para sacarlo de la isla y llevarlo a Nueva York. Pero todos sus esfuerzos naufragan.
El siciliano, por supuesto, fue un dulce para Hollywood. El proyecto cayó en manos de Michael Cimino, que años atrás había hecho La puerta del cielo, el megafracaso que acabó con United Artists. Fue protagonizada por Christopher Lambert y Terence Stamp, y nada, ni siquiera el guion y la historia de Puzo, logró salvarla de la debacle. El Padrino III, por su lado, fue una película hecha a destiempo, sin el poder que alguna vez tuvo Coppola en Hollywood. Un Puzo desencantado quiso escribir su venganza contra los grandes estudios: una novela para socavar Hollywood por dentro. Y tuvo la fortaleza para crear una última obra maestra: El último Don.
El último Don, Mario Puzo, Ediciones B Foto:Archivo particular
A finales de los noventa, Mario Puzo estaba reducido a ser un escritor de historias de mafiosos. Y, en teoría, Don Clericuzio no era más que una copia barata de Don Corleone, pero Clericuzio no tiene nada que ver con Vito Corleone. Puzo, al final de sus días, decidió hacer un retrato más realista y despiadado de un jefe de la mafia, sin el glamour, la clemencia y los códigos morales del personaje principal de su más celebrada novela. Clericuzio no tuvo ningún problema en convertir a todos sus hijos y sobrinos en martillos, en verdugos, en asesinos. Solo Claudia de Lena, su hija, decide romper para siempre con la familia y dedicarse a algo tan siniestro como la mafia: Hollywood. Puzo cuenta en sus entrevistas que la idea que tenía para crear El último Don era contar en sus profundidades la podredumbre de los grandes estudios. Al final mezcló todo lo que sabía, el juego, Las Vegas, la creación de películas, el maltrato a los guionistas, el acoso sexual de los viejos magnates a las actrices. En las entrevistas promocionales de El último Don, un Puzo socarrón comentaba que la mirada fría de los productores de Hollywood podía ser tan despiadada como el de un capo de la mafia.
Omertá, de Mario Puzo, pone en el argot popular el código de silencio de la mafia. Foto:Archivo particular
A sus 78 años se embarcó en tres proyectos. Creía que iba a vivir para siempre y logró tres fracasos gloriosos, apenas inconclusos. El término Omertá —el código de silencio de la mafia— no era tan conocido en 1998. Si te matan a un hijo, lo más aconsejable es que respondas con venganza. Matas al hijo de tu enemigo y luego haces una reunión, regada por vino y aceite de oliva, y haces un pacto de no agresión. Pero si denuncias, si hablas con las autoridades, te arrasarán. Es la Nueva York de los años noventa. Los colombianos ya están en la calle, disputándosela palmo a palmo a los italianos. El protagonista es otro tipo duro, un patriarca, Raymonde Aprile, también, como Vito Corleone, desembarcado de Sicilia. Tiene tres hijos y un sobrino, como para que no se pierda la costumbre. El sobrino, que es el huérfano recogido de la calle, como Tom Hagen, es el que llevará la batuta de la familia. Con el tiempo incluso se convertirá en Raymonde Astorre, máximo Don y encargado de cuidar el legado de su tío, asesinado en extrañas circunstancias. La desgracia de Astorre tendría que ser la misma que tuvo Puzo en los años noventa: la vieja mafia había muerto y ya no existían códigos. Los capos estaban lejos de tener glamour. Ya no existían Vitos Corleone, pululaban sanguinarios y brutales Tony Soprano, metidos en la venta de droga y el tráfico de personas. La palabra de honor no existe. Su novela Omertá se publica un año después de su muerte y los críticos, con los cuchillos afilados, no tardan en apuñalar de nuevo al cadáver, lo acusan de haber usado “escritores fantasmas” para terminarla. Lo cierto es que en Omertá palpita el espíritu puziano —iba a escribir proustiano—. Y fue otro éxito de ventas.
Y todavía, desde la ultratumba, tenía energía para más. Su obsesión vive incluso con su cuerpo enterrado: la familia y su corrupción. Su novela póstuma, Los Borgia, es irregular y tiene escenas deliberadamente escabrosas, pero también tiene momentos brutales. Es el ascenso de un hombre con determinación: Rodrigo Borgia, con la ayuda de su tío, Alonso de Borja, se convierte en el papa Alejandro VI y bajo su mandato la corona española descubre América. Su Roma y la Iglesia viven una especie de “danza de los millones”, pero en el momento de ser elegido Roma era un caos, en las calles los ciudadanos eran asaltados y sus hogares saqueados, las prostitutas campaban a sus anchas y cientos de personas morían asesinadas. Así que la primera misión del Papa, como la de cualquier jefe, es poner orden y no precisamente espiritual. Se gasta su fortuna en crear ejércitos propios y usa todo su poder para posicionar a sus hijos en matrimonios que le garanticen fortuna e influencia. Sus hijos reconocidos —porque tuvo muchos, como le correspondía a un hombre de su poder en esa época— eran Lucrecia, César, Juan y Jofré. Cuando cumplió trece años, a Lucrecia la comprometió con Giovanni Sforza, dueños de Milán. Antes de perder su virginidad con un Sforza, Alejandro VI pensó que sería una gran idea que su hija pasara una noche con alguno de sus tres hermanos. Así se aseguraría que las llaves de Roma siempre serían suyas. Juan le respondió que antes de hacerlo “prefería hacerse monje”. César accedió gustoso y ambos quedarían enamorados. Puzo, provocador, pone a Alejandro VI como espectador principal de la noche en la que César y Lucrecia se convierten en un solo cuerpo. Los Borgia también fue despreciada por la crítica.
Y dejó en el tintero otra obra que nunca se filmó: la historia de los Corleone podía tener una coleta más. Se desarrollaría en los años veinte y se centraría en la juventud de Sonny, el hijo mayor de Don Vito, y narraría cómo se convirtió en un asesino. El Padrino IV hablaría del ascenso definitivo de los Corleone, en donde pasan de ser unos exportadores de aceite de oliva a controlar el juego y el hampa en Nueva York y Nevada. Sonny Corleone, quien en la primera parte de El Padrino es interpretado por James Caan, sería encarnado por Leonardo DiCaprio. El protagonista de Titanic ya había dado el sí después de que el propio Coppola se lo pidiera. Tras la muerte de Puzo, en 1999, Coppola contó detalles sobre este proyecto fallido: “Mario sabía que estaba enfermo y quería dejar algo de dinero a sus hijos. Así que le dije a la Paramount: ‘Denle a Mario un millón de dólares para escribirla y trabajaré gratis con él’. Por aquel entonces, Paramount tenía una mentalidad muy orientada a los presupuestos bajos y no aceptaron”. El escritor Mike Zorrilla, del portal Espinof, recuerda el momento en el que DiCaprio pensó dejar a un lado su personaje de Jack en Titanic, que amenazaba con encasillarlo eternamente en la figura del galán adolescente, para pasarse al lado oscuro de la fuerza. El proyecto naufragó, pero DiCaprio se convertiría en el actor fetiche de otro bárbaro de Hollywood: Martin Scorsese.
Puzo alcanzó a tomar apuntes y, con el permiso de su familia, el escritor Ed Falco publicó en el 2021La familia Corleone, un libro escrito sin el brillo y sin el poder narrativo del verdadero capo. Puzo, lejos de los os que lo podrían llevar a los escritorios de la academia sueca y reducido a ser un escritor con libros que se vendían en las cajas de las grandes cadenas de supermercados, era un chiste para ser parte de la lista de aspirantes al Nobel. Hoy, después de leer Los Borgia, Omertá y El último Don, y de releer El siciliano y El Padrino, no me cabe duda de que los grandes escritores, más que maestros de la sintaxis, son los grandes contadores de historias. Y Puzo era, sin duda, il capo di tutti i capi de los grandes narradores.