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Entrevista
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¿Quién es Eugenia Mantilla de Cardoso, la mujer que creó una de las joyas más valiosas de la arquitectura colombiana de todos los tiempos?
Eugenia Mantilla fue la primera mujer en ganar el Premio Nacional de Arquitectura.
Eugenia Mantilla fue la primera mujer en ganar el Premio Nacional de Arquitectura en 1974. Foto: Archivo particular
Eugenia Mantilla fue la primera mujer en ganar el Premio Nacional de Arquitectura en 1974. Es amante de la música, madre de dos artistas fuera de serie y fue socia de su difunto esposo en una constructora. Tiene noventa años y vive con un gato travieso en el penthouse que diseñó y construyó a los pies de los cerros orientales de Bogotá. Es -además- la mamá de la ganadora del Óscar Patricia Cardoso y de la creadora del Circo de pulgas, la artista María Fernanda Cardoso. Eugenia Mantilla, la mujer que creó el auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional, repasó sus archivos con la revista BOCAS.
Lleva mucho tiempo sin dibujar un plano. Su vida entre obreros y estudiantes universitarios es agua pasada. De sus años más activos en la arquitectura habla sin nostalgia ni autocomplacencia. Habla bajo, poco y con pausas constantes, no solo porque sus recuerdos se han ido desvaneciendo, sino por temperamento. “Soy más visual que verbal”, comenta. Pocas veces consigue evocar una fecha precisa, pero se acuerda, por ejemplo, como si fuera ahora, de la vez que se le rompió el vestido de quinceañera al caer de una bicicleta. O atesora la imagen de un anochecer nadando en una piscina de un hotel en Ecuador. “Qué cosa tan divina”, dice. De esas vacaciones también recuerda las piedras de distintos colores que recogió y pintó en un cuadro María Fernanda Cardoso, su hija menor, la artista plástica colombiana que ha expuesto su Circo de pulgas en lugares como la Ópera de Sidney y el Museo Georges Pompidou. La pintura preside el comedor del apartamento familiar. Su hija mayor, Patricia Cardoso, es directora de cine y ganó el premio Óscar estudiantil con El reino de los cielos y ha dirigido filmes como Las mujeres de verdad tienen curvas y varias series en Netflix y Disney.
Eugenia también recuerda las noches de baile en casa del antropólogo Álvaro Chávez, con quien cultivó una genuina camaradería. Y con cierta dificultad rememora la mañana en que el ejército entró en la Universidad Nacional justo cuando acompañaba en una clase al Mono, como se refiere a su maestro, el célebre Fernando Martínez Sanabria, ‘El Chuli’, de quien fue asistente por largos años. “No recuerdo quién era el presidente entonces”.
Ha olvidado muchos detalles del pasado, pero visitar sus archivos le ayuda a evocarlo. A falta de una memoria más nítida, las fotografías, los planos de sus obras o las notas de prensa que despliega sobre una cama de huéspedes nos permiten asomarnos a su quehacer y a su vida. “Aquí estoy recibiendo el premio por el auditorio”. En la foto aparece una mujer en sus cuarenta, con falda y el pelo hasta los hombros. Luego desdobla una copia del plano original del Auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional: un galimatías para un neófito en trazos de diseño. Enseguida muestra el diploma del muy ilustre Premio Nacional que le otorgó la Sociedad Colombiana de Arquitectos por haber dado vida a dicha joya modernista con forma de diamante: “A la arquitecta Eugenia de Cardoso como funcionaria de la oficina ejecutiva de empréstitos y construcciones de la Universidad Nacional de Colombia”. Fechado en abril de 1975, el diploma reposa arrumado junto a un puñado de cuadros del Mono Martínez, quien aparte de genio de la arquitectura era pintor aficionado.
"Cuando entré a la facultad éramos como siete mujeres, todas de diferentes partes de Colombia, de mis compañeras de colegio creo que fui la única que estudió en la universidad", dice Eugenia Mantilla. Foto:Ricardo Pinzón / Revista BOCAS
Para crear su obra cumbre, Eugenia Mantilla se inspiró en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela, que conoció durante una visita a un hermano suyo que vivía en Caracas, pero más allá de las referencias, si algo la ha maravillado en la vida es la música. En la niñez gozaba oyendo cantos populares; en la juventud, el rock de Elvis Presley, y en la madurez, la música clásica y un variado etcétera. Esa tendencia melómana fue decisiva tanto para asesorar al Teatro Jorge Eliécer Gaitán en aspectos técnicos de acústica durante una de sus remodelaciones, como para concebir la mejor sonoridad posible en la sala del León de Greiff, una concha acústica ideal para contener, de manera equilibrada, el sonido total de una orquesta al unísono y los aplausos que recibió el año pasado cuando se reinauguró con bombos y platillos.
El auditorio principal de la Ciudad Universitaria de Bogotá, declarado Monumento Nacional en 1996 y bastión emblemático de la oferta cultural colombiana, se construyó con paredes y techos recubiertos en cedro, sin palcos, con espacio suficiente para algo más de 1.600 butacas. Desde hace medio siglo se han presentado allí infinidad de solistas, ensambles corales, grupos de cámara, de ballet, de teatro, de músicas populares. Es la sede habitual de la Orquesta Filarmónica de Bogotá. Y no pocos lo asocian al show que alguna vez diera en su tarima Antanas Mockus al bajarse los pantalones para mostrarle el trasero al estudiantado.
Si bien el éxito de esta mole a la vez sobria e imponente ha sido rotundo, su puesta en marcha no estuvo exenta de tensiones de orden ideológico. El viernes 27 de julio de 1973, poco antes de las siete de la noche, todo estaba a punto para la inauguración del nuevo epicentro cultural. Eugenia estaba contenta. Se había puesto su mejor vestido. La Orquesta Sinfónica de Colombia se aprestaba a interpretar piezas de Mozart, Schubert y Tchaikovsky, bajo la dirección del maestro antioqueño Blas Emilio Atehortúa. De repente un grupo nutrido de estudiantes prorrumpió en gritos entre los espectadores. El aforo estaba completo. Se habían agotado las entradas. “La muchachada rebelde” clamaba, palabras más palabras menos, por tener cafeterías en lugar de auditorios para el deleite burgués. “¡Abajo la música extranjera, arriba la música nacional!” La mayoría de los asistentes pidió silencio a los amotinados, pero fue imposible apaciguarlos y la orquesta tuvo que abandonar el escenario sin siquiera emitir la nota de referencia para afinar los instrumentos.
Eugenia Mantilla nació el mismo año en que estalló la guerra entre Perú y Colombia y en Europa el nazismo asomaba sus fauces. A la muerte prematura de sus padres en un accidente de carro, quedó al cuidado de sus abuelos y una tía solterona. Pasó la niñez yendo y volviendo de Bucaramanga a la finca de los abuelos en el Páramo de Berlín. Al terminar el colegio, se trasladó a Bogotá para matricularse en Arquitectura en la Universidad Nacional. Ya entonces la Ciudad Blanca, diseñada por el arquitecto alemán Leopoldo Rother, comenzaba a tener la fisonomía del campus que conocemos hoy. En esos primeros bloques de concreto de corte vanguardista rodeados por amplias zonas verdes, Eugenia vivió la vida académica y sentimental llena de entusiasmo. Allí conoció a Alfonso Cardoso, el compañero de estudios con el que se casó, tuvo a sus hijas y construyó, entre otros proyectos, el edificio donde vive.
El sol entra a raudales por las ventanas que dan a la terraza de su apartamento, hasta donde subí un domingo guiado por Wilson, un hombre amable que está pendiente de Eugenia cuando se ausentan Luz Miriam, la encargada de la cocina y el aseo, o Diego, un diseñador amigo de la familia que la acompaña a exposiciones, citas médicas, tardes de onces en su pastelería favorita y paseos cortos. Conforme se le ha hecho cada vez más cuesta arriba caminar trechos largos sin temor a caerse, las caminatas de Eugenia se han ido abreviando.
“La doctora es una persona muy inteligente, la conozco hace más de 30 años, cuando vivían en Pontevedra”, dice Wilson mientras Eugenia terminaba de arreglarse para atender la visita.
En sus gestos se percibe de inmediato un atisbo de timidez. “¿Que si soy brava? No, no, más bien pacífica. No me recuerdo peleando con nadie”, dice con una risita dulce. Asegura que la gente suele ponderar bien su buen genio. “Los que trabajan conmigo me quieren”. En más de una ocasión se ha topado en la calle con obreros conocidos de antaño que no resisten la tentación de darle un abrazo cálido. Mujer austera hasta una aparente sequedad, parece alguien a quien la fama o el prestigio siempre le han traído sin cuidado.
Arruga ceño y boca para itir, casi sonriendo, que le gustan las series de malos. Todas menos las de Pablo Escobar. Está al tanto del acontecer político y criminal del país a través de las noticias que consume desde la madrugada. En Instagram pasa ratos distendidos viendo videos de gatos. Vive con uno atigrado llamado Tintín. De su relación con el dinero dice, riendo, que no despilfarra y que en lo que más gasta es en cafetería, es decir, en comidas fuera de la casa, “acompañadas con buen vino, claro”.
“Ella es escorpión”, me dirá más tarde Diego por Whatsapp. “Un amigo astrólogo dice que los escorpiones son como los moluscos: duros por fuera, pero de una gran exquisitez por dentro”. En los últimos años, el diseñador y la arquitecta han forjado una complicidad entrañable. La suya es una relación de cuidado, acompañamiento y comunicación estimulante.
A finales del 2023, tras varios años de reformas, el Auditorio León de Greiff volvió a abrirse. Su creadora, que se mantuvo al margen del proceso de remodelación, está conforme con el resultado, salvo por una leve falta de amortiguación del sonido que percibió cuando asistió, a inicios de marzo pasado, al concierto sinfónico celebrado en su honor para conmemorar los 50 años del premio. El programa contenía un recital para violín de Jachaturián; la obertura de la ópera Oberón, de Von Weber, y la Cuarta sinfonía de Brahms. El público entero se levantó y empezó a aplaudir cuando María Belén Sáez, directora de Divulgación Cultural de la Universidad Nacional, anunció que la creadora del auditorio se encontraba ahí presente. “Fue un momento conmovedor”, dice Diego, que acompañó esa noche a su amiga.
Después de un rato de estar andando la grabadora, Eugenia se levanta despacio, sin aceptar ayuda. Parece frágil como un cristal. Camina unos pasos hacia la repisa de la chimenea y toma un elefante pequeñito. “Te lo regalo –me dice–. Por agüero hay que ponerlo con la cola hacia la puerta”. Wilson pone sobre una mesa auxiliar dos botellitas de vino como las que sirven en los aviones y galletas con un ligero sabor a coco.
En 1993 dejó de ejercer la arquitectura. ¿Por qué?
Eso fue después de la muerte de mi marido. Estábamos construyendo este edificio. Después no volví a recibir trabajos. Solo hice obras que ya veníamos terminando. Luego me puse a manejar los bienes de la familia, porque como mis hijas no viven en Colombia, a mí me ha tocado estar pendiente de los arrendamientos, los impuestos, los costos de las refacciones.
"Me gusta casi toda la música; hasta el reguetón", dice Eugenia Mantilla. Foto:Ricardo Pinzón / Revista BOCAS
¿Y por qué dejó su trabajo en la universidad?
Creo que por lo mismo. Tenía otras obligaciones. Me sentía con mucha carga de cosas.
Por poco estudia Ingeniería Química…
Esa era la carrera que tenía más a la mano en la Universidad Industrial de Santander. En el colegio me había ido muy bien en química. Pero conocí a una pareja de hermanos que venía de Venezuela, de apellido Torrealba. Uno de ellos estudiaba arquitectura en Bogotá. En unas vacaciones que pasó en Bucaramanga, recuerdo verlo haciendo unos planos en una mesa de dibujo. Él fue una inspiración. Yo tendría 15 o 16 años, no me acuerdo. Nunca más lo volví a ver, porque regresó a Venezuela.
¿Qué le suscitó esa imagen?
No sé, me llamó la atención… Ver a una persona en una mesa de dibujo… No sé… El hecho es que se me metió la idea de hacer una ciudadela redonda para los obreros de la finca de mis abuelos. Esa fue mi primera idea arquitectónica. Pero se quedó en idea nada más.
En su generación, era una rareza que una mujer fuera a la universidad.
Cuando entré a la facultad éramos como siete mujeres, todas de diferentes partes de Colombia. De mis compañeras de colegio yo creo que fui la única que estudió en la universidad.
¿Cómo terminó dirigiendo el diseño del Auditorio León de Greiff?
Después de graduarme y dedicarme un par de años a la maternidad, me llamaron de la universidad a preguntarme si quería vincularme de lleno... Participé en el proyecto de remodelación del campus bajo el liderazgo del rector José Félix Patiño. El doctor José Félix creó una oficina de planeación. Yo estaba entre el grupo de arquitectos principales. Ahí estuvieron arquitectos destacados como Bernardo Salcedo, Luz Amorocho, Arturo Robledo… Había varios proyectos: la enfermería, la biblioteca, otros edificios… Me asignaron dos asistentes: un hombre y una mujer, aparte de las dibujantes, porque en ese tiempo no existían los sistemas digitales de hoy. Todo era a mano, las dibujantes tenían que ser buenísimas, de una precisión… El proceso de diseño duró un año completo.
La remodelada sala del Auditorio León de Greiff, en la Universidad Nacional. Foto:Néstor Gómez/ EL TIEMPO
¿Y por qué le encargaron a usted precisamente el Auditorio León de Greiff?
Me dieron ese trabajo porque había mostrado mucho interés en la música, en los espacios con acústica. Yo tenía mucha cercanía con la música. El Mono insistía en que fuéramos a este o a aquel concierto. Me informaba sobre la programación musical del Teatro Colón. Él iba mucho a conciertos y transmitía su pasión a sus alumnos y amigos. Con él exploré mucho esa parte de la acústica… Mi gusto por la música, yo creo, lo cultivé aún más durante los años en que llevaba a mis hijas a estudiar en el conservatorio y a los conciertos en los que se presentaban.
Conoció de cerca a un arquitecto muy importante del siglo XX en Colombia, Fernando ‘el Chuli’ Martínez. ¿Cómo lo recuerda?
Era todo un personaje. Nunca le dije ‘Chuli’, como le decía todo el mundo. Era grande, grueso, mono. Una persona agradable, muy talentosa y de una gran sabiduría. No era brusco ni impositivo. A pesar de la posición que tenía en la Universidad, no ejercía su poder de manera déspota. Lo recuerdo primero como profesor y luego como compañero de trabajo. En realidad, fui su auxiliar. Lo acompañaba en las clases y en el taller de diseño. Era un profesor importante. Nos entendíamos muy bien. Una vez comentó que yo era la primera mujer que entraba en su círculo más próximo… Como él era homosexual… Trabajamos 17 años. Mi marido y él tenían en común la afición por los caballos.
Otra persona fundamental en el diseño acústico del auditorio fue el ingeniero musical y crítico Manuel Drezner, que además es pionero en el desarrollo de la industria de la grabación musical en Colombia. ¿Cómo fue su intervención?
No se había escogido el piso del auditorio y Drezner me dijo: “Se necesita bajarle los tonos graves a la acústica, porque de lo contrario va a ser un auditorio horrible, con mucha estridencia”. Entonces yo me pongo a buscar y ¿qué encontré? El caucho negro que se usa para las alpargatas. Ese fue el material que se usó. Ese caucho es flexible y a la vez grueso, absorbía perfectamente los sonidos duros, cosa que la madera no hace igual… Tintín, bájate de ahí (se dirige al gato, que se ha trepado a un sillón). Me has dañado muchos muebles… Después, cuando cambiaron el suelo, le pusieron otro material.
En 1975 hubo un sabotaje memorable en el auditorio. Los estudiantes no permitieron que Rostropóvich, el violonchelista y director de orquesta ruso, hiciera su concierto. Le enrostraban haber desafiado a Brézhnev, secretario general del Partido Comunista, al apoyar al disidente Alexander Solzhenitsyn, futuro premio Nobel de Literatura. ¿Se acuerda de ese evento?
Fue un desastre total… (se queda mirando un recorte del periódico sobre esa noticia). La presentación se canceló. Rostropóvich era un hombre de una fama enorme. Un grupo grande de estudiantes no lo dejó ni siquiera subir al escenario. Gritaban, lanzaban chorros de agua, hasta bombas lacrimógenas para boicotear el recital. Entre los revoltosos había un amigo mío al que le decíamos ‘Daniel el Rojo’. Era simpático. No me acuerdo qué estudiaba, pero lideraba manifestaciones en la calle o en la plaza de Che, entonces llamada… Plaza Santander. Rostropóvich propuso tocar al aire libre, pero esa tarde cayó un aguacero tremendo.
Eugenia Mantilla estudió becada en el MIT. Foto:Ricardo Pinzón / Revista BOCAS
También su premio por el auditorio generó tensiones, ¿verdad?
Hubo mucha controversia, porque no me lo querían dar. Increíble. Tuvo que haber una segunda decisión. Eso tiene historia. Amigos arquitectos decían que un conjunto residencial aquí cerca, sobre la Circunvalar, se merecía el premio. No el auditorio. Pero nada que ver. No tenía ni pies ni cabeza comparar un conjunto de casas con un auditorio para la cultura, un espacio pensado para la trascendencia. Y ya era un auditorio irado y exitoso. Adquirió rápidamente mucho prestigio por su excelente acústica… Pero el premio no fue para mí, sino para el auditorio.
¿No sintió el machismo o simplemente es un tema sobre el que nunca le ha interesado reflexionar?
No sé cómo es el machismo, ¿que los hombres dominan todo? Tal vez cuando uno tiene una profesión… Yo creo que eso no se siente tanto cuando la mujer es profesional, porque hay cierta independencia.
Su esposo, Alfonso Cardoso, fue otra presencia crucial en su vida.
Fuimos compañeros en la universidad. Nos graduamos juntos. Si mal no recuerdo, me parece que me casé a los 19 años. Ya habíamos terminado la universidad. Creo que teníamos la misma edad. Cuando nos casamos, él entró a trabajar en el Instituto de Crédito. Estuvo desarrollando el proyecto de Ciudad Kennedy. Yo trabajé en el Centro Interamericano de Vivienda, asesorando proyectos de interés social. Después hicimos una compañía: Alfonso y Eugenia Cardoso. Yo diseñaba y él construía. Él manejaba la contratación y escogía materiales. Hicimos muchas obras. Teníamos mucho trabajo. Se murió en ese sofá en el que estás sentado. Tenía cáncer de cerebro.
Estudió becada en el MIT. ¿Cómo fue esa temporada en Estados Unidos?
La embajada americana me dio la beca por estar en un grupo de estudio sobre vivienda de interés social. Estuve solo seis meses, menos tiempo que el resto de mis compañeros. ¿De qué me acuerdo? La universidad me quedaba muy cerca, tenía un japonés de vecino, una vez abrí una puerta y sorprendí a un muchacho bañándose, me gustaba una cafetería en especial porque servían buen café… Son recuerdos vagos. Yo hablaba muy poquito inglés. Me devolví a Bogotá porque mis hijas estaban muy pequeñas. Patricia, de pequeñita, estuvo muy enferma. Las había dejado con la tía que fue como mi madre y con mi marido.
María Fernanda Cardoso. Foto:cortesía Jillian Nalty
A propósito de sus hijas, ¿detectó pronto la tendencia de ambas hacia las artes?
Desde el principio me di cuenta de sus talentos y sensibilidad. Fueron al conservatorio durante ocho años. Eran muy creativas, muy hábiles para las manualidades. A Patricia le ha ido supremamente bien en Estados Unidos. Trabaja en Riverside, en la Universidad de California. Enseña y dirige series. Me regaló ese televisor para que vea sus películas. Las que más me gustan son las primeras. Me gustó mucho El reino de los cielos, basada en la historia de su abuelo, que fue el primer médico que operó cataratas. Esa fue la primera película hablada en español ganadora de un Óscar en la categoría estudiantil. Otra que me gustó bastante fue Las mujeres de verdad tienen curvas. María Fernanda también ha tenido una carrera destacada como artista. Por estos días estaba en la Bienal de Arte de Venecia y vive con su familia en Australia.
¿Cuál cree que es la clave para vivir una vida larga?
Yo creo que en mi caso es un asunto de raza. De genética, digamos.
¿No será también un asunto de temperamento o su manera tranquila de asumir la vida?
Quién sabe. Mis abuelos murieron muy viejitos, no de 100 años, pero casi.
¿Piensa a veces en la muerte?
No. Lo único que pienso al respecto es que quisiera que mis hijas estén bien en todo sentido al momento de mi muerte… ¿Te molesta el sol? A mí no. De pronto hasta cojo color.
¿Qué música oye?
Me gusta casi toda la música, hasta el reguetón. Tengo mi máquina de oír música. La prendo todas las mañanas. Me gusta la música popular colombiana y mexicana. El tango también. La música ha sido importante en mi vida. De la niñez me acuerdo ver a los campesinos que tocaban el tiple, los baile que hacían… Me la paso oyendo los programas de música clásica de la emisora de la Tadeo y de la Universidad Nacional, porque ya desapareció la HJCK, desafortunadamente.
¿Le gusta estar al tanto de la realidad nacional? ¿Cómo ve al país?
Leo noticias todo el tiempo. Ese internet es tremendo porque lo tiene a uno pegado a la noticia del último minuto. La cosa está fea. El país no debería elegir a políticos que se desentienden de la crianza de sus hijos. Eso me parece horrible… Aunque me gustan los chismes, prefiero consumir información de más sustancia. Mi hija me regaló hace poco la suscripción de la revista Axxis, pero no me aporta casi nada intelectualmente, porque es una cosa visual de consumo muy ligero, y como he perdido un poco la memoria, el neurólogo me dice que eso no sirve para entrenar al cerebro. Entre las recomendaciones está tener una mascota, una muchacha que lo cuide a uno y la música. Antes me gustaban otras revistas que aportaban más estímulo intelectual, como Proa, que desarrollaban textos con fondo, explicaciones de los proyectos arquitectónicos. Eso aportaba mucho más. En Proa salió un artículo sobre el premio al auditorio.
El León de Greiff está ubicado en el corazón de la Universidad Nacional de Colombia, en Bogotá. Foto:Néstor Gómez/ EL TIEMPO
¿Ha sentido que le quedaron muchos proyectos en el tintero, obras de arquitectura frustradas?
No. Tal vez porque nunca he tenido muchas ambiciones. Participé en concursos y perdí y no me quedaron dolores… Wilson… Wilson, ¿quedaron galletitas? Sírvete más vino (me dice). Atender a otras personas es difícil. La muchacha que tengo es buena, pero sirve mucho vino. Yo siempre le digo que no me sirva unas copas tan grandes. Eso es muy feo, ¿no te parece?
Este año le han hecho dos homenajes. En uno el público la ovacionó.
Me llevaron flores y hubo muchas fotos. Pero como ya no soy fotogénica… Después fuimos con Diego, con el conductor y con unas amigas de María Fernanda a la Chichería Demente. El chicharrón de ahí es buenísimo; un día vamos a comer allá.