En apenas 26 días –la historia empezó el 11 de febrero y terminó el 8 de marzo pasado– se zanjó uno de los asuntos más polémicos de los últimos tiempos: la famosa multa de $ 840.000 pesos que la Policía le impuso a un ciudadano en Bogotá por comprar una empanada en la calle.
La noticia de la que pudo ser la empanada más cara de la historia abrió todo un debate acerca de la aplicación del nuevo
Código de Policía y dio para todo tipo de versiones y cadenas –muchas de ellas, falsas– en las redes sociales. Incluso se anunciaron reformas en el Congreso.
Pero lo que finalmente ocurrió fue que, como está previsto en la ley que creó el nuevo Código, la multa fue apelada ante la autoridad competente, un inspector de policía. Esa autoridad consideró que –como lo sostenía Steven Claros, el afectado– la sanción que le impusieron por comprar la empanada en la vía pública era injustificada y desproporcionada. Por eso la tumbó.
En consecuencia, la medida correctiva tipo A contra Claros ya no existe en el mundo jurídico. El distrito le tendrá que devolver el dinero que pagó por la sanción y además se borrará todo registro legal del asunto.
Más allá del escándalo mediático y social, lo que este caso demuestra es que el país no se equivocó cuando le apostó, después de casi 40 años, a actualizar su Código de Policía. No solo en cuanto a poner a tono con los tiempos el catálogo de comportamientos contra la convivencia y el monto de las sanciones, sino a los mecanismos que tienen los ciudadanos para oponerse cuando consideran que sus derechos han sido vulnerados.
De comienzo a fin, la historia de la empanada deja valiosas lecciones. Puso en el centro del debate el tema clave de la recuperación del espacio público y, además, tuvo como protagonista a un ciudadano que dio ejemplo de cómo actuar en estos casos.
Así, no la emprendió contra los policías que le impusieron la polémica multa –agredir o irrespetar a la autoridad es una de las ‘colombianadas’ más recurrentes– sino que apeló dentro de los tiempos correspondientes. También obtuvo el descuento de la mitad de la multa aprovechando los plazos contemplados en el sistema, de tal manera que si su recurso no hubiera prosperado el golpe al bolsillo habría sido menos oneroso.
Coadyuvado por la Personería de Bogotá, su caso fue revisado por la inspectora 17 distrital de Policía de Atención Prioritaria, Mireya Peña García. Y en menos de un mes la instancia competente encontró válido el argumento de la apelación: que la multa era injusta porque el eventual comprador en una venta callejera no está promoviendo la invasión del espacio público, que fue el argumento de los policías para imponer una de las sanciones más altas contempladas en el Código.
Para la Policía Nacional también quedan varias reflexiones.
La primera, que debe reforzar la capacitación de todo su pie de fuerza para evitar malas interpretaciones de la norma, cuando no abiertos abusos de autoridad, que sin duda mellan la imagen de la institución.
Pero, no menos importante, que hay que reforzar los mecanismos de control interno para impedir que los corruptos terminen sacando partido de la reglamentación, como lo denunció en un informe la Fundación Ideas para la Paz. Es clave evitar que el Código sea utilizado por algunos avivatos con uniforme para lograr jugosas mordidas de ciudadanos que han sido sorprendidos mal parados o que simplemente no están bien informados de sus deberes y derechos.
JHON TORRES
Editor de EL TIEMPO