Cuando a finales del siglo XIX el poeta nicaragüense Rubén Darío escribió que “Colombia es una tierra de leones”, muchos encontraron en el verso la descripción de un país valiente. Otros, por el contrario, recordaron algunos de los rasgos de los felinos: depredadores solitarios, sigilosos, dedicados a la caza y con compromisos colectivos que se circunscriben solo a su respectiva manada.
Si bien la discusión sobre cómo somos nunca terminará, hay elementos que contribuyen a establecer la manera en que nos vemos y por qué actuamos de determinadas maneras. Ese precisamente es el aporte que viene de un estudio del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (Pnud), a cargo de una serie de investigadores encabezados por la economista María Angélica Arbeláez.
La publicación, cuyo título es Percepciones y bienestar subjetivo en Colombia, forma parte del esfuerzo que hace la entidad para entender el elevado nivel de desigualdad que nos caracteriza. Al respecto, hay mediciones periódicas que definen parámetros objetivos, los cuales demuestran la existencia de una gran disparidad en ingresos y oportunidades.
Pero esa lectura requiere complementarse con la mirada que tienen las personas respecto al entorno en el que viven y su nivel de bienestar, algo que condiciona aspiraciones o sentimientos de insatisfacción. Parte de la utilidad del ejercicio es que permite distinguir entre las cosas que son realmente esenciales para la gente y aquellas que son agradables de tener, aunque no fundamentales.
En último término, de lo que se trata es de adaptar remedios que pueden ser más o menos efectivos, si se ajustan a la ‘personalidad’ de un pueblo específico. Como señala el trabajo, uno de sus propósitos es “entender la relación entre la desigualdad y la confianza y cómo afecta esta la construcción de capital y la productividad”.
Calificación alta
Entre los puntos de partida de este tipo de análisis están los sondeos en los cuales se les pregunta a personas de las más diferentes latitudes su nivel de satisfacción con la vida. Según la más reciente Encuesta Mundial de Valores, los colombianos ocuparon el tercer puesto en una muestra de medio centenar de países en los cinco continentes, con una calificación promedio de 8,2 en una escala de uno a diez.
Dicho guarismo supera el de cualquier nación desarrollada e incluso se destaca dentro de una región latinoamericana que sobresale frente a otras por mostrarse más feliz. Al respecto, varios analistas han señalado que la fortaleza de las relaciones afectivas —es decir, familia y amigos— más que compensa las condiciones económicas y sociales adversas.
Hecha esa lectura, un registro de las tendencias muestra cierto deterioro que no debería pasarse por alto. Por ejemplo, la Encuesta de Calidad de Vida que elabora el Dane y cuyo próximo informe se conocerá en mayo revela un descenso ligero pero continuo en la satisfacción con la vida desde 2017, la emoción de felicidad o el propósito, referido a qué tanto vale la pena lo que se hace.
Los expertos subrayan una mayor presencia de emociones negativas, que comprenden sentimientos como tristeza y preocupación. Entre las hipótesis que se esgrimen están asuntos como ingresos, empleo o salud, algo en lo cual la pandemia tuvo su cuota de responsabilidad.
Adicionalmente, es claro que el bienestar subjetivo no es el mismo para todos los colombianos. En general, “las personas de edad avanzada, cuyo estado civil es viudo o divorciado, con bajo nivel educativo y que pertenecen a una minoría étnica o racial” presentan cifras más bajas.
A su vez, el dinero importa. Así, el 61 por ciento de las personas que creen estar en el 20 por ciento más pobre reportan estar satisfechas con su vida, una proporción que sube a 94 por ciento en el quintil más alto. En el ámbito territorial, el Eje Cafetero alcanza las mayores notas, mientras que los departamentos de la periferia, las más bajas.
Unos más, otros menos
Acto seguido, el documento del Pnud se concentra en cómo perciben los colombianos la pobreza y las desigualdades. Más allá de las líneas de corte que se hacen por lo que gana cada individuo o grupo familiar, además de la mirada multidimensional que involucra otros elementos como el a la educación o la calidad de la vivienda, lo que vale es la manera en que la gente se ve a sí misma y en relación con los demás.
Sin entrar en descripciones detalladas, los ciudadanos consideran que la pobreza en el territorio nacional es más elevada de lo que muestran las mediciones objetivas: 62 contra 39 por ciento. Más sorprendente todavía es que los que están en la parte más baja de la pirámide de ingresos se creen menos pobres, mientras que los de arriba piensan que son menos ricos.
Aparte de lo anterior está la visión sobre las posibilidades que hay para lograr las aspiraciones de cada cual. Aquí surge una luz de alerta, pues en 2020 el 80 por ciento de los colombianos opinaron que la igualdad de oportunidades está poco o para nada garantizada, el mayor nivel de América Latina. Las peores notas se vieron en a servicios de salud, educación y trabajo.
Aun así, podría decirse que la esperanza es lo último que se pierde. Según la Encuesta de Pulso Social del Dane dada a conocer el año pasado, 49 por ciento de los interrogados tienen la expectativa de que sus hijos serán más ricos que ellos cuando tengan su edad. Pueden existir diferencias culturales, pues mientras 98 por ciento de los cartageneros piensan que su descendencia estará igual o peor, para los pereiranos esa proporción es de 30 por ciento.
Si bien indicadores como el coeficiente de Gini, que mide la concentración del ingreso, muestran a Colombia en los peores lugares de las clasificaciones regionales o internacionales, el reporte de Naciones Unidas sostiene que hay “una tolerancia” a este respecto, superior a la de países vecinos. Esa constatación no desconoce que 69 por ciento de las personas consideran que la desigualdad es totalmente inaceptable.
No obstante, a la hora de asignar la responsabilidad de corregir la situación, los colombianos le dan mucho más peso que el resto de latinoamericanos al esfuerzo individual y menos al rol del Estado. Eso es importante porque a la hora de pagar la cuenta la predisposición a aceptar más tributos acaba siendo muy baja.
Y es que, en abstracto, un elevado porcentaje de la opinión concuerda en apoyar las transferencias a los más vulnerables y se muestra en favor de una estructura fiscal progresiva. El problema es que se cree que esa obligación les corresponde a los demás y en particular a los más ricos y a las empresas. En concreto, la clase media considera que no le compete asumir la cuenta.
Creer y no creer
Esa aparente dicotomía entre la necesidad de hacer más sin aportar está atada a otra característica: la falta de confianza. Múltiples estudios muestran que la certidumbre en los demás o en las instituciones resulta clave para el avance de una sociedad, pues son la base de la prosperidad y la democracia. Reglas claras y predecibles, por ejemplo, propician la inversión y la búsqueda de rentabilidades moderadas en el largo plazo.
Lamentablemente, en este terreno América Latina ocupa los peores lugares en el mundo. En promedio, solo tres de cada diez habitantes de la región dicen confiar en su gobierno y apenas un 11 por ciento, en otras personas.
Colombia no está muy lejos de esos números, aunque hay profundas diferencias entre grupos de referencia. Así, la Encuesta de Cultura Política de 2021 mostró que 95 por ciento confía mucho en su familia y que las proporciones decrecen si se trata de amistades, colegas del trabajo o vecinos. Los guarismos más bajos corresponden a personas de otra nacionalidad y desconocidos, frente a los cuales la desconfianza es de 78 y 93 por ciento, respectivamente.
En este caso también aparecen las diferencias regionales. De acuerdo con el Dane, 86 por ciento de los payaneses no confía nada en los demás, mientras que en Quibdó el dato es de 11 por ciento.
Tales calificaciones se extienden a las entidades públicas o los partidos políticos. Contra lo que pudiera pensarse, no siempre fue así pues en 2008 el 60 por ciento de los colombianos manifestaron tener confianza en el Gobierno, un nivel que para 2021 cayó a 26 por ciento. Instituciones como el Congreso reciben bajas notas, al tiempo que a la Iglesia o la Policía les va mejor.
A primera vista se podría pensar que el costo de tales actitudes está restringido a asuntos ideológicos o relaciones interpersonales. Sin embargo, no es así. Para María Angélica Arbeláez, “cuanta más confianza, mayores posibilidades de que una sociedad se organice de manera cooperativa, algo que se expresa en la coordinación para alcanzar objetivos comunes”.
Dicha afirmación se traduce en niveles de asociatividad muy bajos, de apenas el 13 por ciento en 2021. Eso de que cada uno ande por su lado desemboca en problemas de productividad, los cuales son causa y efecto de la proliferación del trabajo individual y las microempresas, además de tasas de crecimiento relativamente modestas.
Tal panorama no es para nada alentador. La economista Arbeláez sostiene que “el país es prisionero de una trampa de pobreza, desigualdad y baja confianza”. De tal manera, “las dos primeras influyen sobre la tercera y esta última golpea el crecimiento, con lo cual se hace más difícil reducir la pobreza y la desigualdad”.
Ante semejante lectura es imperativo reaccionar. Eduardo Lora afirma que “generar confianza es una tarea colectiva: empieza con el ambiente familiar y pasa por la escuela y el trabajo”. Además, subraya que el objetivo “requiere liderazgo, compromiso con el bien público e interactuar con los que no son parte de nuestro grupo más cercano”.
Seguir por el camino de siempre apunta a perpetuar los males conocidos. De vuelta a Rubén Darío, la figura de una tierra de leones en la que cada cual busca una presa para alimentar a su manada no es la más alentadora.
Obviamente, en el país hay múltiples ejemplos encomiables de personas que forman parte de equipos cuya labor da lugar a avances en el ámbito empresarial, económico o social. El problema es que esa Colombia coexiste con la otra en la cual, como señala Eduardo Lora, “la segregación en la que vivimos no ayuda a crear confianza”.
Y aunque todo está relacionado y se retroalimenta, acaba siendo obligatorio examinar la manera en que se puede romper el círculo vicioso. De lo contrario, las percepciones subjetivas seguirán pesando en los indicadores objetivos, que nos muestran relativamente satisfechos en lo individual, pero con grandes falencias en lo colectivo.
A menos que demos muestras reales de cohesión, las letras del poema según el cual la nuestra “siempre será la tierra que derrama la savia de los grandes corazones” seguirán amarillándose. Para que la rima no sea disonante, no queda de otra que romper los eslabones de la desconfianza con el fin de avanzar de una vez por todas en la lucha contra la pobreza y la desigualdad.
RICARDO ÁVILA PINTO
Especial para EL TIEMPO
En Twitter: @ravilapinto