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Barranquilla es más que Carnaval. En La Arenosa hay mucha gastronomía para descrubrir. 

Margarita Bernal (USAR EN TEXTO DOMINGOS)

Margarita Bernal (USAR EN TEXTO DOMINGOS) Foto: Foto / Cortesía

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La Arenosa, Curramba la Bella, la Puerta de Oro, a Barranquilla se le llama de muchas y lindas maneras. Sin duda es una de las ciudades más importantes, pujantes y hermosas del país, por donde ingresaron miles de extranjeros con sus tradiciones, ingredientes y recetas. Si yo volviera a nacer, elegiría ser barranquillera. Cada vez que la visito me fascinan su gente, su alegría, su progreso y, especialmente, sus sabores.
Mi historia con ella comienza a principios de los 90 con un viejo amor. En su casa conocí platos caribeños y locales que enamoraron mi paladar. Oí por primera vez hablar del cucayo, del sancocho de guandú, del arroz de lisa y del sepultado, de que al ponqué le dicen pudín y del corozo.
Entonces comí butifarra con bollo en Soledad, municipio aledaño, en un lugar llamado Las Quince Letras. Y en época del Carnaval –porque también intenté con mucho entusiasmo y poco éxito mover los hombros al ritmo de las tamboras– no me perdía una mazorca desgranada. Eran tiempos en los que podía comer de todo y a cualquier hora, sin necesidad de recurrir al omeprazol.
En Barranquilla están pasando muchas cosas en términos gastronómicos. Aproveché mi último viaje para recorrer, guiada por la pilísima y encantadora Diana Polo (@lacucharacolora), el tradicional y popular Barrio Abajo, donde vivió en su juventud nuestro premio nobel García Márquez.
Es lindísimo, alegre y acogedor con sus casas coloridas y llenas de artísticos murales. Tiene bastantes puestos informales de comida en la calle, especialmente de fritos. Hay que probar los patacones de guineo con queso. También lo habitan mujeres portadoras de tradición culinaria y se les pueden comprar pasteles, cocadas, enyucados y más delicias, además de tener la suerte de conocerlas. Parada obligada es la tienda El Tokio para tomarse una costeñita.
En el barrio Boston, otro imperdible es La Casa de Doris. Su comida está repleta de amor y sazón casera. La lengua en salsa y el puré de papa se quedaron en mi corazón.
Una de las mayores migraciones que entraron fue la de árabes. Su presencia y costumbres se sienten con fuerza en el Caribe, especialmente en esta ciudad. Por tal razón, no darse un banquete de kibbes, indios, falafel, arroz de almendras, hummus y melosos postres en alguno de los montones de restaurantes de cocina árabe de la ciudad es como no haber ido a Barranquilla. Por supuesto, también hay que desayunar en el Narcobollo y pedir arepa de huevo con suero (la de masa de anís es mi nueva obsesión), chicharrones y jugo de níspero.
Y para el dulce final de este corto pero sustancioso menú barranquillero, recomiendo ir al restaurante Manuel, del talentoso y joven chef Manuel Mendoza, en el barrio El Prado. Alta cocina, ingredientes, técnica, buen servicio, rica comida, diseño y una barra espectacular.
En esta próspera ciudad hay para todos los gustos y presupuestos, ya estoy haciendo maletas para volver porque, como dice la canción del Joe: En Barranquilla me quedo. Buen provecho.

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