La primera vez que conecté la relación entre la comida y las emociones fue cuando leí Como agua para chocolate, de Laura Esquivel. Entendí la cocina como un medio de comunicación y expresión de los sentimientos. Tita, la sufrida protagonista, se expresaba más con la comida que con las palabras. Como cuando llora por la pérdida del amado, obligado a casarse con su hermana, y caen lágrimas en la masa del pastel que está preparando y con el primer bocado, a los invitados les invade una incontrolable tristeza.
Sin duda, hay un ingrediente crucial que no tiene sabor, pero que aporta sazón: el amor. Por eso me gusta el concepto de que hay comida a la que le falta amor. Quien cocina con desgano y falta de cariño prepara comida sin alma. Platos sosos que no tienen arreglo porque nacieron muertos. Desangelados les dice mi papá. Bella palabra.
Hace años tuve una empleada que odiaba cocinar. Una vez le dije que hiciera arroz con pollo, ella torció la boca y el resultado del plato fue como el de su gesto. Ni con toneladas de salsa de tomate, sal, hierbas y picante logramos revivirlo.
Sin duda, hay un ingrediente crucial que no tiene sabor, pero que aporta sazón: el amor
Posiblemente es por eso que la comida de las mamás y de las abuelas, sin importar su destreza culinaria, es inolvidable e insuperable. Alguna vez una amiga, a quien llamaré L, me dijo que su esposo, a quien le diré A, invadido por la nostalgia, le pidió que preparara la receta de fríjoles que hacía su madre. L, gran cocinera, a punta de llamadas a las tías de A, logró escribir la receta. Me cuenta que se la preparó un sinnúmero de veces, pero que él siempre le decía: “están ricos, pero no saben como los de mamá”. Finalmente, ella entendió que jamás le podría repetir esos sabores que estaban condimentados con recuerdos y añoranzas.
En mi caso, ningún ajiaco con pollo será como el de Julia, mi mamá. Es que no es la sopa per se, sino todo lo que la rodeaba. El olor de la casa, los sonidos que salían de la cocina. Imaginarla moviéndose de un lado a otro, casi que en un sincrónico baile en el que picaba, revolvía, probaba y servía.
El otro día fui al restaurante Krüst, del chef colombiano Sebastián Vargas, en Miami. Cuando él salió de la cocina con el plato en sus manos, tenía una sonrisa de oreja a oreja. Luego de ponerlo en la mesa me dijo: esta es mi versión del arroz con coco y camarones de mi mamá. Me encantó la intención con la que llegó y, por supuesto, sin conocerla a ella, al probarlo, sentí felicidad. Entendí entonces que hay platos que no se pueden replicar pero que se pueden reinventar y, sin duda, los recuerdos sabrán mejor.
Luego, durante el postre dijo "siento una gran responsabilidad porque todo lo que sale de mi cocina es lo que las personas llevan adentro de su cuerpo". Nunca lo había pensado de esa manera y por eso mismo creo que hay que cocinar con el corazón. La receta perfecta, sin importar el plato, siempre será una combinación de los mejores ingredientes, la técnica, la pasión y el amor por la cocina y sus comensales. Cocinar es un acto de amor. Buen provecho.
MARGARITA BERNAL
Para EL TIEMPO
En instagram: @MargaritaBernal