El balance de las protestas de esta semana no tiene por qué sorprendernos. Era previsible que los promotores del paro demostrarían su capacidad de convocatoria: la gente salió. Era previsible que el vandalismo apareciera con su dosis de violencia desenfrenada.
Era previsible que los políticos oportunistas salieran a cobrar sus réditos. Y era previsible que el Gobierno no cedería, pues la reforma tributaria –que muchos pedían que se hundiera– se mantuvo. Por tanto, si se trata de reclamar triunfos, bien puedan venir todos a recoger las migajas.
No sirvieron los llamados del mismo gobierno, ni de los alcaldes, ni de los médicos, ni de la Iglesia, ni de los medios que advertían de los riesgos de una manifestación de este tamaño en medio de una pandemia letal. Las palabras angustiosas de la alcaldesa Claudia López, con las que pedía a la gente regresar a casa a las 2 de la tarde al tiempo que clausuraba TransMilenio a las 5, eran reflejo de la gravedad de lo que estaba aconteciendo. Sin embargo, “pudo más la indignación de la gente”, fue la justificación.
Cuando se intenta hallar una explicación al por qué hemos llegado hasta acá, la respuesta es simple: desconfianza. No se confía en el Gobierno y por tanto no se confía en sus reformas; no se confía en los partidos, quienes a su vez tampoco confían en el Gobierno. No se confía en los sindicatos, por oportunistas e indolentes; no se confía en la prensa, porque en la polarización no se aceptan los hechos sino las verdades convenientes; no se confía en los líderes porque “no piensan como yo”; no se confía en las ideas, ni en el debate, ni en el argumento, ni en la ciencia, ni en la sensatez. Todo es desconfianza, sospecha, recelo, soberbia, aumentadas por la falta de respuestas ante el embate de la pandemia.
Y lo peor es que la apaleada reforma tributaria, donde hoy se escudan unos y otros para atacar o ser atacados, no ha tenido oportunidad de hacer su debut en el escenario de la democracia: el Congreso. ¿Por qué? Porque no se confía en los congresistas. ¿Por qué? Porque se percibe que no representan a la gente sino a intereses partidistas o particulares. ¿Y es verdad? En parte sí, pero es mucho más fácil vigilar allí sus acciones que, digamos, a una red social, la mata de la desinformación y la desconfianza, en donde la consigna parece ser el rechazo a todo lo que suene a institucionalidad.
Estamos construyendo el escenario ideal para el populismo extremo, el que se alimenta de todas estas contradicciones y nos vende el discurso incendiario, el del caos, el de “no hay salida”, el que incita al odio y la polarización; el que se alegra con que hoy sean más los pobres y que la economía esté en picada. Es también el escenario para caudillismos cargados de falacias, capaces de camuflarse bajo el rótulo de “salvador” de los indignados.
Da grima ver a reconocidos líderes políticos jugando a esa desinstitucionalización, seña del temor que perciben por lo que pueda pasar con sus alicaídos partidos en las próximas elecciones y sin una sola propuesta que nos anime a volver a confiar en algo o en alguien. Estamos en tiempos en los que, como decía el poeta Amiel, hace 200 años, “escasea la sabiduría y aumenta el orgullo”.
Hoy “la democracia es duradera y fuerte. Los autócratas no ganarán el futuro”
En su discurso a la nación el pasado miércoles, Joe Biden recordó cómo hace solo unos meses la democracia norteamericana sufrió el más duro golpe desde la guerra de civil, y sin embargo hoy “la democracia es duradera y fuerte. Los autócratas no ganarán el futuro”, sentenció. Y para ello no está apelando al desconocimiento del Congreso para hacer los cambios que sean necesarios.
Al contrario: las polémicas reformas que quiere emprender y que incluyen una drástica política de control de armas hacen tránsito en el Capitolio. Porque es allí donde caben todas las posiciones y discrepancias. Acá no somos esa democracia, por supuesto, pero ello no significa que debamos patrocinar que nuestros congresistas no legislen. Hasta los medios les hemos dado aliento a encuestas en donde se condena a los legisladores de antemano, sin que hayan hecho el primer debate a la reforma, que, por cierto, ya ha sufrido cambios sustanciales fruto de la presión ciudadana.
Es hora de serenarnos, de mirar más allá de la coyuntura y preguntarnos hacia dónde estamos llevando las cosas. No es bueno el panorama pero estamos en el momento justo de corregir cosas, y la primera de ellas es volver a confiar, sí, confiar en que la reforma merece, al menos, ser estudiada, y que si se tiene que hundir o aprobar o modificar, que sea allá, en el Congreso, y no por cálculos electorales e interpretaciones amañadas.
Hay que confiar en la gente para entender las razones que la han llevado al resentimiento y la rabia que expresan en las calles; confiar en que pensar distinto al otro no lo convierte en mi enemigo; confiar en que si la alcaldesa pide resguardarnos no lo hace por inconsciente sino porque sobre ella recaerán los muertos de la pandemia; confiar en que los medios somos un espacio para denunciar, informar y opinar, y con los que se puede disentir con fundamento.
No, no es labor de los periodistas alimentar el odio o la inquina, su tarea consiste en explicar, hasta el cansancio, cómo, cuándo y por qué se puede originar un incendio. No tener claro esto nos deja más cerca del pirómano que atiza el fuego y nos aleja del aliado que necesita el ciudadano para ayudarle a entender que la llama descontrolada nos puede terminar quemando a todos.
Hay que confiar en que somos capaces de salvar una democracia que es imperfecta, sin duda, pero cuya destrucción nos pone a un paso del abismo.
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ERNESTO CORTÉS
Editor Jefe de EL TIEMPO
Twitter: @ernestocortes28