Todos aplaudimos el proyecto de acuerdo que la concejal Susana Muhamad promovió a finales del año pasado y en el que se declaraba la emergencia climática en Bogotá. Las restricciones de la movilidad por la mala calidad del aire, los dos mil y pico de muertos que cada año se asocian al mismo mal, el empoderamiento ciudadano frente al tema y partidos políticos más afines a estas causas crearon el ambiente propicio para que la norma saliera adelante sin problemas.
Sin embargo, uno de los ítems del acuerdo, y que fue motivo para que la alcaldesa Claudia López lo objetara parcialmente, hacía relación a la obligatoriedad de que la ciudad dejara de comprar buses que operan a base de energías fósiles a partir del año 2022 para ser reemplazados por sistemas eléctricos. Esto con el fin de que la capital honrara su compromiso de reducir, de aquí al 2030, la emisión de gases de efecto invernadero en un 50 por ciento.
López explicó en su momento que el proyecto no contemplaba una transición gradual y que se debía tener en cuenta la capacidad presupuestal de la ciudad para acometer dicha tarea (la plata sale del presupuesto público).
Adicional a esto, la norma tampoco tuvo en cuenta aspectos como infraestructura, zonas de recarga para los buses, incentivos tributarios y patios para el parqueo. En síntesis, se trata de una iniciativa que, como todas las de su tipo, suenan atractivas y lucen conmovedoras y apelan a la emocionalidad de la gente. Y todo eso está bien, pero se ignora la realidad dura y pura por la que estamos pasando.
Solo el año pasado la caída de los ingresos de Bogotá fue brutal, el PIB estuvo en menos 6,6 % (14 billones de pesos). TransMilenio vio crecer su hueco fiscal en más de dos billones. El empleo se vino a pique y los avances en pobreza retrocedieron diez años o más, razón por la cual la istración ha tenido que buscar alternativas para atender a 800.000 personas a través de ingresos solidarios que pueden costar alrededor de 400.000 millones de pesos.
Y este año las cosas pintan igual o peor. Hoy no sería exagerado decir que la ciudad está al borde de la quiebra. Los recursos son limitados, no se sabe aún cómo va el recaudo y la pandemia, lejos de mejorar, pareciera empeorar.
Las cuarentenas han regresado, con todo lo que eso significa en términos de ingresos para la gente, para la ciudad, para la economía en general. Hay desespero y el plan nacional de vacunas no acelera su ritmo. Mientras tanto, grupos de oposición promueven manifestaciones y ponen a la ciudad en más aprietos. Es decir, si miramos un año atrás, las cosas no han cambiado sustancialmente: el número de contagios crece, las muertes también, estamos en 90 por ciento de ocupación de camas UCI y la Alcaldía decretó la alerta roja. Y nadie puede garantizar a estas alturas que no tengamos que apelar a restricciones más severas.
Así las cosas, no es caprichoso insistir en el tema de la gradualidad para el cambio de flota de buses a energías totalmente limpias, si es que eso existe. Ya hemos ganado bastante con la reconversión que se ha venido haciendo desde la istración pasada. La entrada de buses eléctricos nos ubica como una de las capitales con el mayor número de vehículos convertidos. Es decir, la tarea se está haciendo.
En el Concejo se ha reactivado el debate sobre el tema del cambio obligatorio de buses para ver si se logra un consenso. Por ahora se ha acordado que ese cambio de flota se mantenga con dos excepciones: que no sobrepase un tope presupuestal que fija TransMilenio y que, en caso de declararse desierta la licitación, se pueda optar por energías menos contaminantes aunque no eléctricas.
Y aquí es donde cabe preguntarse por qué no seguir apostando por el gas natural vehicular, que ha demostrado ser mucho más benigno que el diésel, que cuenta con infraestructura, es menos costoso y ya ha probado su eficacia y baja emisión de partículas contaminantes.
Mantener a la ciudad con el yugo para que sí o sí adopte de lleno la reconversión a buses eléctricos, a sabiendas de que la oferta para articulados y biarticulados es mínima (solo una empresa los produce), no se compadece con la realidad social y fiscal que estamos experimentando. Nadie está hablando de quedarnos quietos o suspender el cambio, pero sí en pensar en nuevos plazos y a la espera de que las cosas mejoren.
De hecho, el proyecto contempla otra serie de alternativas encaminadas a mejorar la calidad del aire que respiramos, acaba de darse a conocer el plan decenal de calidad del aire que plantea otros desafíos –que también costarán plata– y una política de arborización que mal que bien contribuirá a tener un ambiente más sano. Es decir, cosas por hacer existen y menos onerosas.
Entre tanto, lo que sí debería hacer el gobierno es seguir apostando por infraestructura verde y cumplir con lo estipulado hasta el momento para que los buses eléctricos ya contratados empiecen a rodar. Sé de buena fuente que decenas de ellos permanecen parqueados porque no han tenido autorización para salir a prestar servicio debido a que aún no salen de circulación los SITP provisionales que se heredaron de la istración Petro. Esos sí que contaminan, pero continúan orondos rodando por calles y avenidas.
Como dice el refrán popular: dame consejos sanos, pero también dinero para ejecutarlos.
¿Es mi impresión o... las protestas que se anuncian para esta semana serán una prueba de fuego decisiva para la Alcaldesa y su equipo?
ERNESTO CORTÉS
EDITOR JEFE EL TIEMPO
Twitter: @ernestocortes28
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