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Así es vivir la cuarentena siendo claustrofóbico
Diana cuenta cómo ha sobrevivido en el peor escenario: el encierro.
Diana lucha todos los días para superar los estragos de su enfermedad. Foto: Ilustración: Sebastián Márquez.
“Un destello nubla mi razón e incuba en mí un horrible desespero. A prisa late mi corazón y mi respiración se agita. Miles de agujas penetran en mi sien y me inyectan pensamientos incesantes. ¡Tengo que huir! ¡Tengo que huir! , me repito muchas veces.
El lugar se hace pequeño, las paredes se angostan, me falta el aire y tiemblan mis manos. Una idea ocupa mi mente: ¡Voy a morir! ¡Voy a morir! Tomo una bocanada de aire intentando volver en sí. Mi mente tiene claro que no hay peligro del que se deba huir pero tengo que saltar y sentirme libre”. Este fragmento hace parte de ‘Memorias de la pandemia’, los desahogos de una mujer que escribiendo lucha por aguantar el encierro de la cuarentena y cuyo diagnóstico es: claustrofobia.
Diana tiene 38 años, vive sola en compañía de su perro. De niña vivía con sus padres y sus hermanos, uno mayor y dos menores que nacieron tiempo después.
Hace 13 años vivió uno de los golpes más fuertes de su vida, la muerte de su madre. Una leucemia diagnosticada de forma tardía se la llevó en cuestión de 15 días. Seis años después el turno fue para su padre, tuvo una insuficiencia renal y su cuerpo estaba deteriorado por el consumo de alcohol. “Me quedé sin familia porque mi hermano pidió la patria potestad de mis hermanos y eso generó un quiebre que aún no sana. Yo tenía 25 años”.
En estos días de encierro, Diana ha hurgado en su pasado para encontrar el origen de su diagnóstico. Recuerda haber sido una niña temerosa y dispersa que odiaba estar en lugares cerrados y que reaccionaba con agresividad cuando se sentía atada. “Mi mamá me contaba que de siete años me escapaba para el parque, me pegaban mucho por eso, incluso un día que cogí mis vestidos y me salí para la calle”.
Ya siendo una adolescente ese deseo de libertad, unido a una vida familiar disfuncional, la llevó a tener muchos problemas. “En el colegio todo el tiempo llamaban a mi mamá porque yo me evadía de clase”.
Es que cuando trascurrían las lecciones ella sudaba, sentía que el salón se hacía pequeño, comenzaba a caminar de un lado para otro. La angustia se incrementaba cuando los profesores la hacían sentar. “Me tocaba decir que tenía que ir al baño. Nunca volvía a clase”. Solía terminar en el tercer piso del colegio, un lugar lleno de aire desde donde podía observarlo todo.
En el colegio todo el tiempo llamaban a mi mamá porque yo me evadía de clase
Con el tiempo los profesores tuvieron que entender que lo de Diana era más que un problema de rebeldía y que su forma de aprender era diferente. “Al final yo no hacía tareas sino que me preguntaban las lecciones voz a voz”. Llegó a ir a psicólogos pero pocos lograron que ella soltara algo.
Ese deseo de rebeldía y libertad la condujo a la adicción a las drogas y a la delincuencia. “Fue una suma de situaciones las que me llevaron a hacer cosas muy malas”, contó.
Así llegó al consumo . “La primera vez fue con marihuana en una cancha de baloncesto, me cayó muy mal, me desmayé. Luego fue con cocaína, heroína, basuco, pepas, alcohol, lo que se me atravesara”.
Y así no tardó mucho en entrar al mundo delictivo. “Yo vivía en el barrio La Española. En las instalaciones de un colegio que estaba lleno de senderos a mí me entrenaron para aprender a robar. Primero con intimidación y luego con cuchillos y armas”.
En el grado once todos se enteraron de sus andanzas porque de una banda la esperaron a las afueras del colegio. “Me alcanzaron a dar una puñalada en un brazo. Una profesora que se interpuso me salvó de que me mataran. Luego entré a un centro de rehabilitación por primera vez”.
Dice que el deseo de libertad y la adrenalina que sentía la aliviaban un poco de la ansiedad que la invadía. “Una vez me metieron a una comunidad terapéutica por allá en Sasaima y fue peor porque la técnica era de escupir y humillar. Me castigaban mandándome para el monte con las gallinas y los cerdos y allá pues sí me sentía bien, libre. Así fue hasta que me echaron por venderle drogas a mis compañeros. A mi mamá le dijeron que yo era un caso perdido”.
Me alcanzaron a dar una puñalada en un brazo. Una profesora que se interpuso me salvó de que me mataran. Luego entré a un centro de rehabilitación por primera vez
Entonces, a los 17 años, se fue a vivir al Cartucho, en el centro de la ciudad, una de las ollas de droga más grande de Bogotá ya extinta. “Quería ser más libre aún pero allá la vida fue más difícil. Aguanté muchos golpes y abusos, incluso de policías”.
Su vida en la calle cambió cuando por un azar de la vida le salvó la vida a un ‘duro’ de la zona. “Lo iban a matar en un taxi, estaba con una vieja”. Convertida en taquillera (la que recibía el dinero de las drogas) gozaba de protección y su trabajo era ir a buscar a los que tenían cuentas pendientes.
Ese capítulo de su vida acabó cuando en uno de esos recorridos entró a un cambuche y vio que una niña estaba siendo abusada por un hombre mayor. “Me impactó, sentí su encierro y terminé por matarlo. Los tipos que lo cuidaban comenzaron a repartir bala y a mi amigo lo asesinaron. Luego me enteré que la mamá las vendía para consumir droga”.
Me impactó, sentí su encierro y terminé por matarlo. Los tipos que lo cuidaban comenzaron a repartir bala y a mi amigo lo asesinaron. Luego me enteré que la mamá las vendía para consumir droga
Diana corrió y corrió sin parar hasta terminar en casa de una exprofesora que la resguardó por quince días mientras pasaba el peligro. “Viví escondida por mucho tiempo. Tenía que ir y devolverme del colegio en taxi”.
Ya graduada Diana alternó durante muchos años una vida laboral, en la que siempre se destacó por su cumplimiento, con una vida paralela en la que se lucraba de negocios ilegales mientras asistía a varios tratamientos psicológicos. Fue en esa época en la que perdió a sus padres y hermanos y en la que quedó absolutamente sola y refugiada en las drogas.
Hubo épocas en donde le tocó ‘chupar calle’ como dice ella, otras en donde el negocio levantaba y podía pagar el arriendo de un apartamento pero siempre con la ansiedad que le producía esa sensación de encierro. “Salía a la calle por esa necesidad y terminaba haciendo cosas que no debía”.
Dos años después de la muerte de su madre tuvo una gran crisis de ansiedad. “Me encontraron debajo de un escritorio en la empresa donde trabajaba, estaba temblando. Me llevaron a urgencias. Otra vez me hablaron de claustrofobia”. En una cita con su psicóloga recordaba cómo le dolía que su mamá se fuera mientras ella se quedaba encerrada con sus hermanos en la casa. “Yo lloraba, no me quería quedar sola”.
Hoy a pesar de que ha intentado tomar las riendas de su vida y ha pasado por muchos trabajos sigue padeciendo día a día su enfermedad. Subirse a un ascensor es una pesadilla porque su mente es asaltada por ideas catastróficas. Estar en reuniones es agotador pues siente que en cualquier momento todo va quedar cerrado y que ella no podrá salir. “Mi vida sentimental ha sufrido porque mis parejas no se aguantan que yo siempre quiera estar en la calle”.
Subirse a un TransMilenio es un acto de valor. Suele ubicarse cerca de las puertas porque la cercanía con los demás de produce terror. “Una vez me tiré a la vía porque la estación comenzó a llenarse de gente”.
Hoy otra vez se da una oportunidad en la Fundación Libérate para encontrarle una salida a los estragos de la claustrofobia pero cuando ya estaba retomando el camino llegó la pandemia y con ella, el encierro. “Cuando empezó todo yo dije: me voy a morir. Así que cuando era solo un simulacro yo salía a la calle. Incluso a las 2 de la mañana si me daba la crisis. A veces ni siquiera es suficiente la calle sino que tengo que moverme de un lado al otro para liberarme, sentir el aire, las plantas las cosas. Todo esto ha sido muy complicado”.
Pero hoy que la crisis por la Covid-19 se ha recrudecido tuvo que buscar otras formas de liberarse cuando llega el sudor, los temblores, cuando el aire se va y las paredes se comienzan a apretar. “Es como sentir que estas dentro de un ataúd, que te impongan que no puedes salir te daña la cabeza, las noticias, los avisos de precaución cuando haces cualquier llamada”.
Ha roto muchas cosas en su casa porque el confinamiento absoluto le provoca irritación. “Tuve que comprar una licuadora no me preguntes por qué”.
Su tratamiento contra el encierro se centra en dos cosas el manejo de la respiración, frenar la ansiedad y en escribir. “Trato de cambiar mis pensamientos, pero no es fácil no es fácil. A la gente que vive como yo le digo que busque ayuda, uno solo no puede con esto”.
‘Hay tratamientos efectivos’
Martha Suescún es psicóloga y directora de la Fundación Libérate. Foto:Archivo particular
Según Martha Suescún, Psicóloga, máster en prevención y tratamiento de conductas adictivas y directora de la Fundación Libérate, la claustrofobia pertenece al grupo de fobias específicas.
“Es un trastorno de ansiedad que afecta a la persona cuando se expone a espacios cerrados: habitaciones pequeñas sin ventilación, ascensores, sótanos, túneles, etcétera. Las personas que sufren sienten un temor "irracional " en situaciones que impliquen encierro, restricción o confinamiento”.
Según explicó, para estos pacientes el miedo o la ansiedad son desproporcionados al peligro real de la situación específica y al contexto.
“Si es un temor al encierro las personas, piensan que no podrán salir o se quedarán sin aire, es decir, no podrán respirar. Las personas con claustrofobia también pueden sentir un gran malestar en lugares donde hay una gran multitud de personas”.
Según Suescún, la mayoría de las fobias ocurren como consecuencia de un evento traumático ocurrido en la infancia. “Puede ocurrir un condicionamiento clásico en el que la persona aprende por asociación en una situación donde un espacio cerrado le provocó alguna consecuencia negativa. Por ejemplo estar encerrado en una habitación oscura y no encontrar la puerta o el interruptor de la luz, encerrarse en un armario, perderse entre un montón de gente “.
Agregó que la adquisición puede ser por aprendizaje a través de la observación.
Algunos de los síntomas son: ansiedad, hipersudoración, temblor, conductas de evitación, dolor de cabeza, náuseas, entre otros.
La experta explica que las investigaciones han demostrado que el tratamiento más efectivo es la técnica cognitivo conductual, donde el objetivo es la intervención basada en los cambios de pensamientos, creencias y emociones a través de técnicas de relajación y en casos severos tratamiento farmacológico. “Cuando una persona sufre un trastorno fóbico, las conductas de evitación están presentes para reducir el malestar y la ansiedad que caracteriza este trastorno”.
CAROL MALAVER
SUBEDITORA Y CRONISTA DE LA SECCIÓN BOGOTÁ
*Esta historia hace parte del especial Trastornos de Ciudad una saga de historias para develar la situación de la salud mental en la ciudad y la valiosa opinión de expertos en el tema. Si usted nos quiere contar su historia escríbanos a [email protected]