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Relatos de adultos mayores sobre su infancia y juventud en Colombia

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EL TIEMPO e Historias en
Yo Mayor te invitan a recorrer Colombia a través de los relatos y las memorias de quienes nos vieron crecer.

EL TIEMPO e Historias en
Yo Mayor te invitan a recorrer Colombia a través de los relatos y las memorias de quienes nos vieron crecer. Su creatividad
no entra en cuarentena.

Es casi imposible olvidar aquellos sucesos que marcaron nuestra infancia. Algunos tendrán que ver con las pilatunas que hacíamos solos o en complicidad con nuestros familiares y amigos; otros hablarán de personas que marcaron nuestras vidas o nos remontan a sucesos que preferiríamos no recordar.

Los siguientes testimonios, recopilados por la Escuela Virtual de Historias en Yo Mayor, hablan de esas anécdotas de infancia y juventud que preservan las personas mayores. Recitan de memoria poemas que aprendieron cuando eran niños; enuncian momentos trágicos de la época de la violencia; pero también sonríen pícaramente mientras recuerdan las travesuras que hacían para divertirse o cuentan los métodos de los que fueron víctimas para dejar de ser unos enteleridos.

Recorra estas narrativas de crianza que rememoran a la ciudad y al campo de antaño.

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Por: Luis Eduardo Gama Díaz

El centro de Bogotá en los años sesenta se distinguía por ser el eje de la actividad económica de la capital del país. Uno de los negocios que existía en ese momento era la sastrería de lujo “London”, situada en la calle dieciséis, abajo de la Carrera Séptima, de propiedad de un desplazado de la violencia de los años cuarenta y cincuenta, quien llegó a Bogotá desde la ciudad de Paipa (Boyacá), y respondía al nombre de Juan. A continuación, les narraré la historia de cuando entré a trabajar allí.

Soy el tercero de cinco hermanos, estudiaba en el Colegio Francisco de Miranda en la jornada diurna; al finalizar el año escolar de 1966, recibí la noticia de que había perdido el primero de bachillerato. En ese momento fue para mí una tragedia casi griega, porque mi padre nos había dicho que, si alguno de sus hijos perdía un año, debía ponerse a trabajar para pagar su estudio, y en ese momento él me recordó diciéndome: “Mijo, Dios aprieta, pero no ahorca”.

La consecuencia de esto fue que dejara de ser un niño estudiante que no se preocupaba sino por desarrollar sus actividades escolares, para convertirme en un niño trabajador desde los 14 años. Por ese detalle, conocí la realidad a la cual se enfrentan muchos niños trabajadores en el mundo, una situación que desconocía hasta ese instante como fue aprender a trabajar como ayudante de sastrería, mensajero y cobrador, entre muchos otros cargos.

Recuerdo que el pago era muy escaso, por varias razones: las penurias económicas propias, los vaivenes de la economía, los ciclos de los mercados y también las desacertadas decisiones tomadas en un momento dado.

También existen recuerdos muy agradables y uno de estos es, precisamente, cuando descubrí el restaurante Pasapoga, que fue mi sueño por mucho tiempo. Un día de quincena recibí mi salario y salí del almacén a buscar dónde almorzar, y yendo por la Carrera Séptima con la Avenida Jiménez, frente a la antigua sede del diario El Tiempo, me tomaron una foto instantánea y el fotógrafo me dio un volante para ir a reclamarla. Para mí era una novedad por cuanto nunca había tenido la sensación de ser objeto de ese tipo de fotografías. Con el volante todavía en la mano, me dirigí a la sede de la fotografía, para averiguar cómo era el proceso para que me dieran mi tan anhelada foto. Quedaba en la Carrera Séptima, entre la calle doce y trece, en un pasaje que estaba rodeado de sastrerías, zapaterías y almacenes de ropa para hombre. El dependiente me explicó que debería volver en unos cinco días porque era necesario procesarla y tenerla lista, pregunté si debía pagarla anticipadamente o cuando la entregaran, me notificó que cuando la reclamara y, además, que si quería la recibía o no.

Al salir a la calle y mirar al fondo del pasaje, volví a ver el restaurante Pasapoga. Digo “volví a ver”, ya que yo pasaba casi todos los días por ese sitio, pero nunca me había atrevido a entrar por lo elegante y fino, y además suponía que era costoso para mis posibilidades económicas.

Después de pensarlo varias veces, tomé la decisión de entrar. Yo era un niño que vestía con un traje de paño, camisa, corbata y zapatos de cuero bien embolados, para no desentonar con la presentación del resto del personal, con el concepto que se tenía en la sastrería de la elegancia para el cliente.

Al llegar a la entrada del restaurante, me encontré que tenía dos puertas de vaivén, eso fue lo primero que me impactó, ¿cómo hacía para entrar si no se tenía timbre o campana para llamar? Por fin salió el portero y me abrió las puertas, me hizo seguir, indicándome que me sentara en unas de las mesas disponibles. Empecé maravillado a escudriñar el interior del local y detallar cada rincón. Un rato después llegó un mesero con la carta y me la entregó, empecé a leerla y a pretender entender los platos ofrecidos, que, en la gran mayoría, me eran desconocidos, cuando ya tenía escogido un plato, revisé la billetera para saber si disponía de los recursos suficientes para pedirlo. Mi elección fue la bandeja Pasapoga, que no sabía qué era, pero por los ingredientes me llamó la atención.

Poco después, el camarero me trajo mi pedido, y resultó ser la tan conocida bandeja paisa con un tamaño casi familiar, y como era tan grande no pude terminar de comerla, el mesero me dijo que podía llevar lo que no me había comido. Me lo entregó en una bolsa plástica en la que, dentro, estaba mi resto de comida en una caja de cartón con el nombre del restaurante.

Salí muy contento y pensé “La fe mueve montañas” por haber disfrutado de un plato tan rico y ser atendido en ese sitio tan deseado. Al llegar al almacén en el que trabajaba, el me dijo que era imposible guardar el almuerzo para el día siguiente, por los olores que podría originar y además no había sitio para dejarlo; entonces, dijo, debía comérmelo antes de entrar o regalárselo a alguien.

Estando en ese escenario, llegó un cliente muy especial que se estaba esperando desde antes de las once de la mañana. Recibí la orden de traer inmediatamente el terno del taller de refacciones, que quedaba a tres cuadras de distancia. Salí tan rápido como pude y olvidé la caja con mi comida. Me tocó esperar un rato a que terminaran los arreglos requeridos, por fin recibí el traje que estaban reclamando, regresé al almacén a entregar el pedido y, cuando el cliente ya se había ido a gusto con el traje reformado, le pregunté a un compañero sobre mi comida, a lo que me dijo: “Ojos que no ven, corazón que no siente”, porque don Juan la había regalado a un indigente que había pasado. Mi pensamiento solo fue “A mal tiempo, buena cara”.

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Por: Juan de J. Herrera González

Hace 73 años para no fallar, estaba de cuatro añitos y de excelente salud, pero era magro, nunca me habían visto gordo y, en pretéritas épocas, la salud se medía por la grasa que los niños mostraban. Ese asunto preocupó a mis padres y, lógicamente, a todos los visitantes, familiares, amigos, quienes no se avenían con mi flacura. Se armó el alboroto a pesar de la opinión médica, tan difícil entonces porque los galenos eran cosa de lujo. Por lo anterior, los muchachos de ese antes éramos víctimas sin chistar de toda clase de remedios recetados por cualquiera que llegara a la casa y, de acuerdo con su cercanía, el remedio se hacía. Hinojo, paico, verbena, lengua de suegra, frutillo, agua de cilantro, tomatera y caléndula eran de común toma y dame en casa, con baños y emplastos.

Todo puede itirse porque parece inofensivo, aun cuando los médicos digan lo contrario, pero, en mi caso, a los cuatro años de edad, la viejita Sixta, lavandera, visitó a mi madre y la convenció de que yo era un niño demasiado flaco, desnutrido y que, de seguir así, sería un pobre “entelerido”. En los tiempos en que la salud era de gordos, mi flacura asustaba a quienes visitaban a mi madre. Doña Sixta, rodeada de “vejestorios”, Blanca, la de la plancha, y Serafina, la del piso, desfilaban a diario por mi casa y el comentario de mi fragilidad corporal hicieron que se buscara un remedio para mi endeble figura, porque no era posible ser tan flacuchento, hijo de una mujer grande, acuerpada y, quién lo creyera, en casa donde sobraba la comida.

A pesar de los consejos médicos, nadie estaba de acuerdo con mi figura esquelética que significaba “raquitismo” como sinónimo de pequeñez física y mental; por tal razón, Doña Sixta impuso su criterio y, con su sanedrín de longevas, urdió el gran remedio que habría de convertirme en un muchachote, grande y gordo.

Se decía que mi mal era frío en los huesos, razón suficiente para hacerme un remedio “para toda la vida”. El aquelarre determinó que todo se arreglaría con la metida en un “buche”, consistente en introducción hasta el cuello en uno de los estómagos (buche) de una vaca que tuviese gran cantidad de “boñiga”.

Comenzó el “viabuches” ando a un carnicero, y este a uno de los matarifes en el matadero municipal por los lados de la vereda Santo Domingo. Corría el año 1947, el viaje era a pie, por supuesto; yo iba cargado por ser niño y flaquito.

Este rollo lo cuento porque así me lo contaron quienes asistieron como mirones o allegados de la familia; sin embargo, puedo asegurar que la película se hizo real cuando me introdujeron en el buche. Debí gritar y el terror me hizo recordar como en fotografía. Todavía me veo metido en ese buche de vaca con terrible olor, cerraron el cuero y quedé hasta el cuello por un rato, hasta cuando la voz, ahora salvadora, de Doña Sixta, ordenó que era suficiente.

Sacado del oloroso recipiente me bañaron y perdí el recuerdo hasta cuando en familia, para reírse y hacerme bullying, me gritaban que me habían metido en un buche lleno de mierda para quitarme lo raquítico y feo; otros me decían que venía “caga’o” desde chiquito y así sería hasta viejo.

De aquel pasaje solo recuerdo, quién lo creyera, el momento de la metida al buche y mis gritos de terror por tan desagradable tormento que servía para volver a los flacos gordos y, por ese motivo, saludables.

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Créditos

Este especial multimedia es el resultado de la Escuela Virtual de ‘Historias en Yo Mayor’, un proyecto organizado por la Fundación Saldarriaga Concha y la Fundación Fahrenheit 451, en alianza con el periódico EL TIEMPO, que les da herramientas a las personas mayores y a sus familias para que, a través de la construcción de historias, encuentren un canal de esparcimiento que enriquezca su calidad de vida en tiempos de pandemia.

Textos y videos: © Autores varios

Coordinación editorial, compilación y selección: Javier Osuna, Sergio Gama y Mauricio Díaz

Producción y edición de Pódcast: Angélica Castellanos

Producción y edición de Radiocuentos: Alejandro Quintero

Imágenes de archivo: Proyecto Historias en Yo Mayor

Diseño digital: Daniel Celis y Katherine Orjuela

Ilustraciones: Daniel Celis

Maquetación: Carlos Bustos

Jefe de diseño: Sandra Rojas

Editor de especiales multimedia: José Alberto Mojica

Periodista de especiales multimedia: David López Bermúdez

Editor gráfico: Beiman Pinilla

Textos y videos: © Autores varios

Coordinación editorial,
compilación y selección:

Javier Osuna, Sergio Gama y
Mauricio Díaz

Producción y edición de Pódcast:
Angélica Castellanos

Producción y edición de Radiocuentos:
Alejandro Quintero

Imágenes de archivo:
Proyecto Historias en Yo Mayor

Diseño digital: Daniel Celis y
Katherine Orjuela

Ilustraciones: Daniel Celis

Maquetación: Carlos Bustos

Jefe de diseño: Sandra Rojas

Editor de especiales multimedia:
José Alberto Mojica

Periodista de especiales multimedia:
David López Bermúdez

Editor gráfico: Beiman Pinilla