
Historias contadas por adultos mayores en Colombia

EL TIEMPO e Historias en
Yo Mayor te invitan a recorrer Colombia a través de los relatos y las memorias de quienes nos vieron crecer.

EL TIEMPO e Historias en
Yo Mayor te invitan a recorrer Colombia a través de los relatos y las memorias de quienes nos vieron crecer. Su creatividad
no entra en cuarentena.

Todos hemos sentido alguna vez un amor tan profundo por el que apostaríamos la vida, hemos sido llevados por una pasión tan grande que casi mueve la tierra o hemos hecho de todo para seducir y enamorar. ¿Cómo olvidar esas historias que duran aún más allá de la muerte, esas relaciones de años que se niegan a abandonar nuestro corazón o esos primeros amores?
Los siguientes testimonios, recopilados por la Escuela Virtual de Historias en Yo Mayor, hablan de los noviazgos en tiempos pasados; de los primeros besos y los primeros amores, que no siempre son los mismos; también de la seducción a través de la poesía y el canto.
Palpite con estas historias narradas por personas mayores llenas de inocencia, desdichas, pasión y conquista.


Por: Vicente Javier Giraldo V.
Salía de su casa, con su uniforme azul impecable, de la mano de una señora muy bien puesta vestida de blanco, que luego supe era su mamá. Tenía el cabello ensortijado de un rubio claro y su piel era de un blanco sonrosado. Era la figura más hermosa que pudiera imaginar y me quedé perplejo irándola. Ella tendría unos cinco años y yo, escasos seis.
Empezaron a caminar, al llegar a la esquina las perdí de vista, y yo aumenté el ritmo de mis pasos dejando atrás a mi mamá y a mi hermano, menor que yo, que no entendían mi desasosiego y caminaban muy lento para mi deseo. Tuve que esperar en la esquina mientras llegaban mis compañeros; mientras tanto, seguía atónito cuando recuperaba la visión de las dos, para mí, preciosas figuras que de nuevo tenía ante mí.
La señora era una mujer elegante y muy apuesta, y, al verlas, me parecía notar en cada una, copia casual de la otra, que hermosas se veían.
Iban en nuestra misma dirección, o parecía, lo cual me mantenía en vilo, con la mirada fija en ellas, hasta el punto de que mi mamá lo advirtió y me dijo:
—Van para el colegio, ese es el uniforme, ¿es eso lo que te inquieta?
—No, ma —le respondí—, ¿no te parecen lindas?
Mi mamá solo sonrió, pero apuró un poco el paso, pues ya estábamos llegando al colegio.
Nosotros estábamos recién llegados a este pueblo y conocíamos a muy poca gente, y hoy iniciaríamos nuestro primer día de kínder en el colegio de las monjas capuchinas.
Ellas entraron primero y nosotros, a unos pasos atrás. Nos dirigimos al salón de clase, el cual, para todo mi gusto y susto, resultó ser el mismo.
Ellas se detuvieron a la entrada y se despidieron de beso. La niña entró en el salón y la señora se situó a un lado de la puerta saludando a la monja, directora de grupo, que salía a recibirnos. Era una mujer ya de avanzada edad, con un tono de voz tan dulce que invitaba al abrazo. Saludó a la señora, cambiaron algunas palabras y luego se dirigió a nosotros; presentó a la señora con nuestra madre, se despidió de ellas y, guiándonos a mi hermano y a mí, nos presentó a la clase.
Había varios lugares vacíos, uno al lado de la niña, el cual para mi suerte lo destinó para mí, ubicando luego a mi hermano.
Yo me senté, puse mi maletín sobre el pupitre y quedé allí petrificado sin atreverme a mover un solo músculo de mi cuerpo por no incomodar a mi compañera, aunque los dos espacios eran unidos, pero separados.
Entraron los otros niños faltantes y nuestra directora inició la clase: nos invitó a guardar nuestro maletín en el pupitre y, llamándonos al lado suyo, nos presentó como los nuevos, ya formalmente, dando todas las recomendaciones al resto de la clase, repitiendo nuestros nombres y luego nos invitó a sentarnos.
Al llegar a mi puesto, ella estaba mirándome y, con voz grave y decidida, me dijo:
—Me llamo Eliza, ¿y vos?
Yo la miré entre feliz y tímido, dando gracias al cielo que fuera ella la que rompiera el hielo, encontrándome con el rostro más bello, más tierno y decidido, y un par de ojos negros brillantes y sinceros; y le dije mi nombre.
A partir de ese día, mi mundo se volcó en el mundo de Eliza. Ella era mi profe, me enseñaba los cantos, todo se lo sabía y yo, su defensor, su compañero, hacía para ella todo lo que quisiera, era su adorador, su cómplice; para mí ella era todo.
Recuerdo que la hermana, Francisca se llamaba, vendía unas galletas con leche condensada y nosotros les dábamos un destino continuo que ponía en peligro su existencia y la salud de nuestro estómago. A veces ella me invitaba y otras, lo hacía yo.
Un día en el recreo comiendo las galletas, después de un año de estar en el colegio, me dijo seriamente: ¿no podemos casarnos?, así ya no tendremos que irnos por las tardes.
Yo lo pensé un poquito, ¿un hombre de casi siete con una señorita de seis años?… Sí, podemos casarnos, le dije decidido y tú me dirás cuándo. Pero, pregunté, ¿por qué quieres que nos casemos?, aún no somos grandes.
—Yo quiero que sea ahora, ¿no quieres ser mi esposo? Podremos jugar juntos, hacer nuestras tareas y estudiar. Lo he pensado mucho, yo te quiero a mi lado y temo que te lleven a estudiar a otro lado, quiero que estés conmigo y me cuides como ves que te cuido —me respondió segura—. Hablaré con papá y con mamá; tú, con los tuyos y con el Padre Velásquez, e invitaremos a todos mis hermanos y también a los tuyos, a la hermana Francisca y toda nuestra clase.
A mis siete años, yo nunca me había casado, pensaba y cavilaba cómo sería el asunto, pero todas mis dudas terminaban al mirar esos ojos; ¡ah!, y tampoco había tenido novia. Ella me dio su mundo y el mío era el de ella, ¿era eso una novia? No lo sabía y, en verdad, no era importante para mí. Mi tema del momento era lo que quería Eliza. Si nos casábamos, ¿qué era casarse?, pues vivir con nuestros padres, pero juntos, y entonces todo lo haríamos juntos, nadie nos separaría.
Y fuimos a contar y a hablar con nuestros padres, que para ese entonces eran ya muy amigos, seguros de que ellos estarían muy felices con nuestra decisión. Escucharon, se miraban, nos miraban y callaron un poco.
De pronto, el papá de ella me preguntó: ¿cómo así que casarse?, ¿dónde quieren vivir? En mi casa, le respondí. ¡Mmmm!, ¿ya tienes casa? Sí, la de mis papás, respondí. Y ya les preguntaste si reciben a Eliza. No, señor, no; pero yo sé que sí. Y tú, ¿qué dices, hija? Ella muy sorprendida le respondió, o casi preguntó, ¿no vivo a… aquí en mi casa? Yo no pienso dejarte a ti o a mamá, yo dormiré en mi cuna y él dormirá en mi cama; y así no tendré, ya jamás, miedo, porque él me cuidará de todos los espantos.
Veamos, les tengo una propuesta, y entre todos miramos qué más hacer sin daño de esta decisión tan importante y que no parece tan difícil para ustedes: démonos una pausa que les regale datos de cómo responder a nuestras responsabilidades, porque deben saber que cada decisión engendra unos derechos y unas responsabilidades. Después, ya veremos qué más nos inventamos; por ahora, sigamos viviendo como estamos.
Y vivimos dos años más así, unos años que para mí fueron sagrados ya que, después de nuestro encuentro con los papás y sin preguntar más, nosotros nos casamos (claro, sin decir nada y a nuestro propio gusto): una mañana, salimos más temprano y, como los grandes se casan en las iglesias, fuimos allí cogidos de las manos y, con la bendición final del padre, dedujimos que quedábamos casados, pues ya lo habíamos visto así. Para nosotros estar casados era ir al colegio cogidos de las manos, hacer tareas juntos, hacernos compañía y cuidarnos, y eso era lo que veníamos haciendo, en compañía de su familia o la mía.
Poco después, mi familia debió regresar a su otro pueblo y nuestra vida se rompió. ¿Cómo podía irme sin Eliza y cómo quedarme?, nos mataron con esta decisión.
Pasaron quince años y qué largos que fueron. Conocimos más gente, nos hallaron los años con su carga normal de responsabilidades, el saber también tuvo su espacio en nuestra vida, mostrando los porqués de lo que sucedía; pero había un vacío constante y angustioso pesando sobre mí. Me sentía traidor y no olvidaba esa cara angustiosa de mi querida amiga, el día en que partimos sin saber si la vida nos daría la dicha de volver a encontrarnos. Le prometí volver y, de hecho, lo hice cuando el tiempo me dio libertad para hacerlo y la busqué en su pueblo, pero no la encontré, ya no vivía allí. Me dieron pocas pistas, pues se habían marchado hacia la capital. También nosotros vivíamos allí, pero dónde buscar.
Un viernes en la tarde, una de mis hermanas me pidió acompañarla a un baile con sus compañeras de colegio, lo cual acepté a regañadientes. Llegamos y, poco a poco, conocí a sus amigas en medio de la reunión. De pronto, vi llegar una cara bonita y saltó mi corazón: era Eliza. No sabía qué hacer, me quedé sin palabras, me saltaron las lágrimas, en mi pecho no cabía todo mi corazón. Ella venía despacio, saludando su gente y venía hacia mí, levantó la cabeza y de pronto me vio; nos quedamos sin habla, sin movernos siquiera, nos fuimos desplazando, esquivando las mesas y de repente el abrazo, en medio de sollozos de dicha, por siempre nos unió.




Por: Elvira Restrepo Perdomo
Es posible que jamás acaricies mi alma, Hechizo de Amor, y no sabes cuánto lo vamos a lamentar. Te presentí desde niña, en la cancha de arena del barrio populoso donde vivía, cuando vislumbraba la silueta de Felipe, un jovencito de 12 años, que celebraba victorioso los goles de su equipo en medio de la histeria del público. Era el delantero que lo daba todo por introducir la pequeña pelota de trapo en el arco contrario, y yo, desde lejos, entre las barras bravas, sentía una atracción, una sutil descarga eléctrica, que recorría mi cuerpo como una culebrilla. Tal vez y, desde esa época, imaginaba la escalera que me llevaría a tu paraíso celestial y que osaba visitar en mis sueños adolescentes, mientras tú te escabullías, como los pájaros en medio de una tormenta, sin poderte alcanzar.
Después, los arcos voltaicos en mi espalda se hicieron más frecuentes en los recovecos de la secundaria; me atraían los cabellos ensortijados de Dalmiro, los ojos constelados de Richi, los muslos fornidos de Édgar, que encestaban el triunfo en básquetbol, y la indiferencia de Federico, que solo miraba los pechos turgentes de la enigmática Ilse Castro.
Y yo trazaba incontables libretos, que protagonizaba con esos personajes de mi curso; y eran mi materia prima: las fotonovelas, los paquitos y los enlatados de Corín Tellado, que devoraba en las noches, a escondida de mis padres, esperando, como Penélope griega, la llegada del amor.
También escuchaba fábulas románticas de mis íntimas amigas mientras yacíamos bajo los ramajes florecidos de palos de matarratón, ocultándonos del sol tirano del Caribe durante los recreos. Ellas verbalizaban imágenes sensuales, que no sabía si eran realidades o fantasías propias de las hormonas desbocadas de la juventud. Según los relatos, algunas alumnas, “las voluminosas”, se escapaban los domingos en glamorosas pintas de hippies: falditas cortas, botas rockeras, collares y boinas, a las funciones vespertinas de películas del oeste americano, para encontrase con sus novios. Y según los relatos, mientras los tiroteos en los filmes acaparaban la atención de los presentes, ellas aprendían las delicias del sexo: lenguas entrelazadas merodeando bocas con sabor a menta, manos que recorrían las concavidades del cuerpo y dedos que se deslizaban por colinas virginales.
En el último grado de secundaria, sin haber gozado del famoso primer beso clásico, obsesionada por ascender en la escala del amor y sin medir las consecuencias que este dislate me traería, le pedí a mi amigo Dalmiro, en quien confiaba, ese primer beso, tal cual él se lo daría a su enamorada. Lo planeamos rigurosamente; por comodidad, escogimos el colegio, definimos las reglas del juego, qué estaría permitido y hasta dónde podría llegar el toqueteo y, en especial, que aquella tarea extracurricular sería para nosotros un secreto de Estado.
Aprovechamos una mañana de festejo religioso, cuando el alumnado estaba congregado en el templo. Tan pronto culminó el evento, nos apartamos del grupo y nos dirigimos al gimnasio de vóleibol. Entramos seguros de que estaba vacío; por lo menos, eso creímos. Era una aventura riesgosa, si fuésemos sorprendidos en flagrancia, seríamos expulsados del colegio.
Dalmiro me tomó por los hombros, como un jaguar a su presa, me abrazó con brusquedad y apoyó sus labios contra los míos. En principio, me asombré por su ímpetu, jamás me había manifestado ningún deseo; siguió apretándome más, como para ahorcarme, y allí comencé a arrepentirme. Así no lo habíamos acordado; ni corto ni perezoso, me arrinconó contra la pared y, no conforme, violó el pacto cuando su lengua fría —recién había sorbido un helado de tamarindo—, empujó con ansias mi paladar. Tal fue mi enfado por su desfachatez, que me separé de él con furia y vergüenza, quise gritarle y no pude hablar, no me atreví ni a mirarlo.
Él me decía que me calmara, que no era para tanto, que había sido un delicioso devaneo. Y yo sentía, impregnado en mi rostro, un almizcle rancio que deseaba esfumar con agua y jabón; intenté salir del recinto, cuando casi muerta de pánico me topé de frente con el profesor Fermín Pimienta, que entraba distraído y, al vernos, nos increpó con su voz de trueno:
—Y ustedes, ¿qué hacen aquí solos cuando ya todo el mundo se fue a su casa?
Dalmiro reaccionó de inmediato y le respondió:
—Profe, nosotros ya nos íbamos y quise mostrarle a mi amiga la nueva cancha de vóleibol.
Nos miró con dureza, no se tragó el cuento y nos amenazó con llevarnos a la rectoría por invadir el área deportiva en horas no autorizadas. Fueron momentos de máxima tensión que jamás olvidaré, la culpa me asfixiaba; como una película de terror, las imágenes pasaron raudas por mi mente: la mueca acusadora del rector, mi juicio ante el tribunal disciplinario, el castigo de mis padres, los rumores en el salón de clases. Era tal mi desesperación, que hubiera deseado que me tragara la tierra. Finalmente, quizás por mis gestos dolorosos, aceptó nuestros descargos de mala gana.
La experiencia traumática me desligó del tema amoroso hasta mi graduación. Emocionalmente, estaba aturdida y afectada, fui blanco de burlas y preguntas indiscretas de algunos compañeros, por las infidencias de Dalmiro, a quien desprecié por su felonía.
Sin embargo, la vida me tenía reservada otra sorpresa. Ocurrió el primer día de clases en la universidad, cuando un destello iluminó mis sentidos. Estaba sentada en el salón, junto al pasillo, y vi a Lizardo que pasaba de largo; era un morenazo de bigotes, alto y acuerpado, ojos color de miel y fue su mirada ese beso tibio que recorrió mis entrañas. Pronto me enteré de la existencia de su novia, Fabiola, y, a pesar de este impase, me embarqué en la conquista de aquel imposible, que terminó cuando Lizardo fue retirado del programa por bajo rendimiento. Lloré amargamente su temprana partida, mi primera ilusión había naufragado sin que hubiera borrado de mis labios ese almizcle rancio que aún me atormentaba. Dos años después vi en el periódico el anuncio de su matrimonio con Fabiola. Me preguntaba una y mil veces por qué lo había perdido, si era mi anhelo amarlo y ser amada. Pero la vida nos da sus respuestas cuando a veces ya no las esperamos. Veinte años más tarde, por casualidad, leí en un periódico la noticia que me paralizó: Lizardo había sido asesinado por paramilitares de los Montes de María cuando estaba en su finca. Y un año más tarde, su esposa corrió la misma suerte, dejando tres hijos huérfanos. Agradecí a Dios sus sabios designios.
Muchos besos he recibido desde entonces, ¡y de qué maneras! Unas veces fueron relámpagos que calcinan; otros, la dulzura de la traición, fugaces y prohibidos como el pecado; pero, jamás, tierno y noble, inventado por mí con la filigrana de mis ensueños, para ese amor incógnito, que impaciente acecha la patria silente de mis fervores.
Han pasado años y aún ondea la esperanza de tocar tus alas, Hechizo de Amor. Sé que existes, pero no llegas y el tiempo es etéreo y apremia. Todavía hay fuego en mis ojos y ansias de amar en mi otoño, recamado de Historias en Yo Mayor, conjuro sagrado de palabras que nos atrevemos a contar, con los susurros del viento y los cascabeles de las hojas al caer.
Y la nueva casa se cuidaron de hacerla sin memoria y sin cuarto para calentar recuerdos ajenos. Al principio me desesperé por lo que creí un holocausto pero viéndolo bien, la casa que está ahora y que invadió lo que fue mío, hasta tragarse el aire de mis primeros amores, no tiene la culpa… El problema es mío por no haber llevado la casa conmigo cuando la dejé. Y el problema es mucho más grave porque confiada en que mi casa de niña siempre estaría esperando por mí, fui dejando en casas sin rostro el resto de mis años. Con la casa demolieron además de mi infancia la única esperanza que tenía de encontrarme…
II
Trato de romper la cortina de humo que me separa de lo que fueron mis viejos días… Alcanzo a ver algunos muros de mi casa de infancia y las sombras de quienes la habitaban conmigo. Como luciérnagas se asoman los ojos de muñecos perdidos en el rincón de un patio y escucho el eco de risas suspendidas. Del calor de los abrazos y de las palabras comprometidas no queda sino el silencio. Y hoy, yo, cada día más perdida y huérfana de mí.


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Este especial multimedia es el resultado de la Escuela Virtual de ‘Historias en Yo Mayor’, un proyecto organizado por la Fundación Saldarriaga Concha y la Fundación Fahrenheit 451, en alianza con el periódico EL TIEMPO, que les da herramientas a las personas mayores y a sus familias para que, a través de la construcción de historias, encuentren un canal de esparcimiento que enriquezca su calidad de vida en tiempos de pandemia.
Textos y videos: © Autores varios
Coordinación editorial, compilación y selección: Javier Osuna, Sergio Gama y Mauricio Díaz
Producción y edición de Pódcast: Angélica Castellanos
Producción y edición de Radiocuentos: Alejandro Quintero
Imágenes de archivo: Proyecto Historias en Yo Mayor
Diseño digital: Daniel Celis y Katherine Orjuela
Ilustraciones: Daniel Celis
Maquetación: Carlos Bustos
Jefe de diseño: Sandra Rojas
Editor de especiales multimedia: José Alberto Mojica
Periodista de especiales multimedia: Diana Ravelo
Editor gráfico: Beiman Pinilla
Textos y videos: © Autores varios
Coordinación editorial,
compilación y selección:
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