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Opinión
Historias del cosmos: el día que la Tierra se volvió científica
Durante siglos, la Tierra fue nuestro hogar, pero rara vez fue nuestro objeto de estudio.
El agua irradia el azul en el espectro, dándole su color azul. Si otro color fuera absorbido, digamos rojo por ejemplo, la tierra luciría roja desde el espacio exterior. Foto: iStock
Durante siglos, la Tierra fue nuestro hogar, pero rara vez fue nuestro objeto de estudio. Las civilizaciones antiguas construyeron mitos para explicarla, en épocas cuando se pensaba que era sostenida por tortugas gigantes, flotando sobre océanos infinitos o anclada en el centro inmóvil del cosmos.
En muchas culturas, la Tierra era una deidad, una madre fértil, un territorio sagrado, pero rara vez una pregunta. Los sabios miraban al cielo en busca de respuestas sobre los dioses y las estaciones, pero no interrogaban al planeta que pisaban.
Esa visión comenzó a cambiar lentamente con el paso de los siglos, impulsada por el pensamiento científico, las exploraciones geográficas y los primeros instrumentos de medición. Sin embargo, fue necesario salir de la Tierra para poder apreciarla de verdad.
En 1968, los astronautas de la misión Apolo 8 se convirtieron en los primeros humanos en orbitar la Luna, y desde esa lejanía tomaron una fotografía que cambiaría para siempre nuestra perspectiva. Nuestro planeta emergía como una pequeña esfera azul asomándose sobre el horizonte lunar, flotando en la negrura del espacio. Esa imagen, conocida como Earthrise, nos mostró que la Tierra no era el centro de nada, sino un oasis frágil suspendido en el vacío. “Fuimos hasta la Luna a explorar la Luna, pero lo que descubrimos fue la Tierra”, dijo uno de los astronautas de la misión.
Cuatro años más tarde, en 1972, otra fotografía consolidaría este cambio de conciencia. La misión Apolo 17 capturó una vista completa del planeta. La famosa imagen de la Canica Azul se convirtió en símbolo de unidad, de vulnerabilidad y de urgencia. No había fronteras, ni diferencias entre naciones, solo nubes, océanos y tierra, y por primera vez, la humanidad vio con claridad que compartíamos una sola casa.
En ese contexto, el 22 de abril de 1970 se celebró por primera vez el Día de la Tierra. Más de veinte millones de personas se manifestaron en las calles de Estados Unidos para exigir aire limpio, agua limpia y justicia ambiental. La iniciativa nació de una inquietud científica cada vez más evidente, que mostraba cómo los ecosistemas estaban siendo alterados a una velocidad alarmante. Ríos contaminados, derrames de petróleo, cielos con polución.. era evidente que algo estaba mal. Ese mismo año, se creó la Agencia de Protección Ambiental (EPA), y el medio ambiente comenzó a ocupar un lugar en el debate político y académico.
La Nasa, que había nacido para mirar hacia el espacio, empezó a volcar sus ojos hacia la Tierra. Foto:iStock
A partir de entonces, la ciencia se volcó con una nueva intensidad al estudio del planeta. En 1972 se lanzó el primer satélite Landsat, que permitía observar y monitorear los cambios en la superficie terrestre. La Nasa, que había nacido para mirar hacia el espacio, empezó a volcar sus ojos hacia la Tierra. Lo que antes era un escenario pasivo para nuestras vidas se transformó en un sistema dinámico, complejo, interconectado. Aprendimos a ver la Tierra como un organismo, con su atmósfera, océanos, suelos, glaciares, bosques y seres vivos formando una red en la que todo está relacionado.
Así, lo que los antiguos intuían con sus mitos comenzó a ser descrito con datos. La hipótesis Gaia, formulada en los años setenta por el científico James Lovelock, propuso que la Tierra actúa como un sistema autorregulado que tiende al equilibrio. Hoy sabemos que hay ciclos naturales, como el del carbono, el nitrógeno o el agua, que conectan todos los elementos del planeta. Pero también sabemos que la intervención humana ha empezado a desequilibrar esos ciclos.
Los satélites actuales son capaces de detectar la pérdida de masa de los glaciares, el aumento del nivel del mar, los cambios en la temperatura superficial de los océanos, la deforestación en tiempo real, e incluso el color de los cultivos o la concentración de gases en la atmósfera. Hemos aprendido que el clima del planeta responde con delicadeza a pequeñas variaciones. Y hemos descubierto fenómenos tan asombrosos como los ríos atmosféricos, los lagos subglaciales, o los microplásticos viajando por el aire.
La paradoja de nuestra época es que nunca habíamos entendido tanto sobre la Tierra, y al mismo tiempo, nunca la habíamos puesto en tanto riesgo. Pero el conocimiento no solo sirve para diagnosticar, también puede orientar soluciones. Tecnologías limpias, sistemas de monitoreo ambiental, restauración de ecosistemas, energías renovables, inteligencia artificial aplicada a la conservación. Los recursos están ahí, esperando que nuestra voluntad política y social esté a la altura de uno de los retos más importantes que ha enfrentado la humanidad.
SANTIAGO VARGAS
Ph. D. en Astrofísica
Observatorio Astronómico de la Universidad Nacional