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Noticia
Historias del cosmos: el cielo del futuro
Hoy, el eje de rotación de la Tierra apunta a Polaris, pero no siempre ha sido así, ni lo será por mucho tiempo.
Constelación orión elevándose sobre Monument Valley, West Mitten Butte, East Mitten Butte y Merrick Butte, Arizona, Utah, EE.UU. Foto: Axel Redder
Cuando miramos el cielo nocturno, da la impresión de que las estrellas permanecen fijas, guardando siempre las mismas distancias entre ellas. Las constelaciones parecen estar clavadas en una bóveda celeste inmóvil, como si el universo se hubiera congelado en el tiempo.
Pero esa aparente estabilidad es solo una ilusión, fruto de nuestra corta existencia frente a los lentos ritmos del cosmos. En realidad, el cielo cambia, aunque lo haga tan despacio que apenas lo notamos, y si pudiéramos observarlo dentro de 10.000 años, probablemente nos costaría reconocerlo.
Uno de los cambios más evidentes será el desplazamiento del polo norte celeste. Hoy, el eje de rotación de la Tierra apunta hacia Polaris, la estrella del norte, pero eso no siempre ha sido así, ni lo será por mucho tiempo.
La Tierra realiza un movimiento lento y constante llamado precesión, que consiste en un bamboleo de su eje que, en el transcurso de unos 26.000 años, dibuja un gran círculo en el cielo. Este giro modifica la estrella que marca el norte, de tal forma, que hace cinco mil años el lugar lo ocupaba Thuban, en la constelación del Dragón, y dentro de doce mil años lo será Vega, la brillante estrella de la Lira.
Pero no solo se mueve el eje terrestre, también las propias estrellas viajan a través de la galaxia, cada una con su rumbo, a velocidades que pueden superar los cientos de kilómetros por segundo. Este desplazamiento, conocido como movimiento propio, transforma poco a poco las constelaciones. Con el paso de los milenios, las figuras familiares del cielo se irán deformando.
Orión, por ejemplo, perderá su simetría, y su famoso el cinturón de tres estrellas se abrirá, Betelgeuse migrará hacia el norte celeste y Rigel ocupará otra posición. En diez mil años, es probable que nadie reconozca en el cielo la silueta de Orión tal como la conocemos hoy. Lo mismo sucederá con otras constelaciones emblemáticas como la Osa Mayor o la Cruz del Sur, cuyos trazos se irán desdibujando, como dibujos en la arena arrastrados por el viento del tiempo.
Lluvias de meteoros que hoy asociamos con ciertas fechas podrían ocurrir bajo estaciones diferentes. Foto:Hendrik Schmidt / DPA / AFP
A estos cambios se suma otro fenómeno vinculado a la precesión, el desplazamiento de las estaciones astronómicas. Actualmente, el equinoccio de marzo ocurre cuando el Sol entra en la constelación de Piscis. Pero hace dos mil años lo hacía en Aries, y dentro de diez mil lo hará en Capricornio.
Esto significa que el cielo nocturno característico de cada estación también cambiará. Lluvias de meteoros que hoy asociamos con ciertas fechas, como las Perseidas que tienen lugar en agosto, podrían ocurrir bajo un cielo estacional diferente, o incluso desaparecer si las corrientes de partículas que las originan se dispersan.
El cielo del futuro también recibirá nuevos visitantes. Aparecerán cometas de largo período que iluminarán brevemente nuestras noches antes de desaparecer por siglos. Algunas estrellas podrían aumentar su brillo o incluso estallar. Betelgeuse, por ejemplo, podría convertirse en supernova en cualquier momento durante los próximos cien mil años. Si ocurre en los próximos diez mil, quienes vivan entonces verán durante semanas un “segundo sol” iluminando la noche.
Pero el destino del cielo no depende solo del universo, también lo hará de nosotros. Las luces artificiales serán cada vez más visibles, no solo por los miles y miles de satélites que orbitarán la Tierra, sino por futuras estaciones en la Luna, Marte u otros cuerpos del sistema solar.
Al mismo tiempo, la contaminación lumínica no dejará de crecer. El avance imparable de las ciudades ya está borrando las estrellas del cielo, y si no actuamos pronto, muchas personas dejarán de verlas por completo. Se estima que en una ciudad donde aún se pueden distinguir unas 200 estrellas a simple vista, podría ver apenas 100 en veinte años. Si no reducimos la iluminación innecesaria, no importará cuántas estrellas cambien de lugar en los próximos diez mil años, nadie se dará cuenta, porque simplemente ya no podremos verlas.
El cielo nocturno, ese antiguo mapa que guio a exploradores, inspiró a poetas y despertó la curiosidad científica, corre el riesgo de volverse una simple página en blanco.
SANTIAGO VARGAS
Ph. D. en Astrofísica
Observatorio Astronómico de la Universidad Nacional