La decisión del presidente Donald Trump de enviar a más de 260 venezolanos al país centroamericano, previo acuerdo con su homólogo Nayib Bukele, abre las puertas de un escenario inédito y que sin duda llevará a poner en discusión no solo el derecho internacional sino la propia Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Se instaura así el precedente de las negociaciones entre el país del norte y Estados en su ámbito de influencia en las que personas sindicadas –o, incluso, apenas sospechosas– sean usadas como parte de acuerdos para ser recibidas en centros carcelarios de terceros países. Hasta ahora, lo más parecido había ocurrido con el uso que EE. UU. ha hecho de su base en Guantánamo, en Cuba, para enviar allí a presos de otras nacionalidades.
Por varias razones, la deportación con destino a
El Salvador de más de 260 venezolanos debe ser motivo de discusión.
El episodio actual es distinto no solo porque el lugar de destino es una cárcel controlada por El Salvador, sino porque en EE. UU. un juez emitió una orden bloqueando dicho traslado, pero no fue acatada por la istración federal que invoca una antigua ley de más de 200 años, concebida en su momento para actuar frente a ciudadanos de países con los que esa nación está en guerra y amenazan con invadir su territorio. Con esta determinación el Ejecutivo estaría enviando el preocupante mensaje de que no permitirá que decisiones judiciales se interpongan en la ejecución de las órdenes ejecutivas que salgan de la Oficina Oval. Si esto fue, en realidad, lo que motivó a Trump y a su equipo a proceder, no obstante la decisión judicial, se estaría en el umbral de una crisis constitucional, nada menos. Situaciones como esta, en la que una determinación del presidente es 'atajada' por un juez, van a ser frecuentes en estos cuatro años. El temor es que sea una política oficial el pasar por alto las talanqueras del Poder Judicial. Hoy la discusión se concentra en si la orden no fue acatada por haber sido emitida cuando ya no era posible un regreso de los deportados –aunque esta especificara que las aeronaves debían devolverse– o si fue, como decimos, una decisión deliberada del Ejecutivo estadounidense.
Existe otra consideración muy importante como es la preocupación por la posible violación de derechos fundamentales de estas personas. Más allá del derecho internacional y de qué tanto está dispuesta la Casa Blanca –Washington es signatario de al menos cinco tratados, declaraciones y protocolos derivados de la Declaración Universal de los Derechos Humanos– a respetar la separación de poderes, una política de firmar acuerdos para el envío de detenidos a cambio de distintas dádivas no puede derivar, porque a estas alturas de la civilización humana no es aceptable, en que a las personas que están de por medio no se les garanticen derechos humanos.
Sin importar la gravedad de los posibles delitos cometidos, cualquier sindicado tiene derecho a un juicio justo y a unas condiciones de reclusión dignas, aspecto que en El Salvador, a juzgar por diversas denuncias de acreditadas y respetables organizaciones, no es del todo claro. Eso evidencia que la complejidad de lo que está por venir apenas está asomándose.