Esta semana se le puso punto final a una de las pesadillas que en materia de movilidad vial venían padeciendo los bogotanos: la suspensión de un carril vehicular de la autopista Norte entre calles 163 y 167, sentido sur-norte. El mismo que permaneció cerrado durante diez años tras una ampliación que se les hizo a las estaciones de TransMilenio del sector.
Suena increíble, pero es cierto. En el año 2015 se le dio prioridad a un carril de sobrepaso para el sistema de transporte público, en detrimento del transporte particular que transita por el carril mixto. Ello dio origen a un cuello de botella que durante una década colapsó la autopista, particularmente en horas pico y fines de semana.
La rehabilitación del carril hizo posible que al menos 550 metros de vía lineal se recuperaran y que alrededor de 1.200 vehículos ahora puedan desplazarse sin problema cada hora.
Los trabajos incluyeron mejoras geométricas, mejor señalización, demarcación de carriles y, en todo caso, una mayor seguridad para los s. El año pasado la obra tenía un avance del 10 por ciento, y ya hoy su ejecución es plena. El costo de ese tramo fue de 4.000 millones de pesos.
Muchos han rotulado el hecho como una buena noticia para la ciudad. Y claro que lo es, sobre todo para quienes suelen usar este importante corredor vial a diario, como los colegios, el transporte particular y otros.
Sin embargo, vale la pena llamar la atención sobre el tiempo que los ciudadanos debieron padecer antes de que la vía fuera rehabilitada. Que una obra mal concebida haya tardado dos lustros en ser corregida no es para enorgullecerse.
Bien por la istración, que aceleró los trabajos, pero la lección debe quedar aprendida: cada obra pública debe hacerse con el rigor debido y con contratistas que presenten garantías para ello. Infortunadamente, esa no suele ser la norma y son los ciudadanos quienes pagan las consecuencias. Y las obras, por supuesto.