Todo está mal en la noticia de que el Eln se concedió el derecho de llevarse a ocho personas —con el argumento de que hacían parte de sus filas— que acababan de ser liberadas por las disidencias de las Farc e iban en una caravana del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) en Arauca.
Todo está mal, claro, porque resume la perversión a la que ha llegado el conflicto colombiano en los últimos meses, pero también porque suena a historia sacada de los peores momentos de la violencia de los años noventa, porque reaviva en la opinión la sensación de que ciertas partes de nuestro territorio están en manos de criminales, porque se da en medio del cese bilateral entre el Gobierno y el Eln, y porque, en palabras del defensor del Pueblo, Carlos Camargo Assis, se trata de una acción infame e impensable: “El respeto a las misiones humanitarias es una regla básica inquebrantable del conflicto armado no internacional”, recordó sin titubeos.
Valerse de los esfuerzos sagrados de una misión humanitaria, protegidos desde hace décadas por el Derecho Internacional, para llevarse a un grupo de liberados con la excusa aberrante de que no son hombres libres, tiene que ser uno de los puntos más bajos de la historia de nuestro conflicto. La CICR, con la autoridad que le da su tarea diaria, pidió cordura a los grupos armados: “Hacemos un llamado a que la acción humanitaria, neutral e imparcial sea respetada por todos los actores, en todo momento y en todo lugar. El irrespeto de la misma tiene un impacto directo sobre las comunidades afectadas por los conflictos armados y otras situaciones de violencia”, se publicó en las redes sociales de la organización.
El Gobierno ha tendido la mano a quienes quieran dejar la guerra atrás. Pero buena parte de la sociedad colombiana ha sido escéptica. Y es lo justo que tanto la Defensoría como la CICR exijan respeto en nombre de un pueblo harto de violencia.
EDITORIAL