En un país de tradición religiosa y de mayoría católica como lo es Colombia, desde luego respetando las demás expresiones de fe, constituye un acontecimiento especial cuando de Roma llega la noticia de que uno de los jerarcas de la Iglesia alcanza la alta dignidad de cardenal, como ha ocurrido con el actual arzobispo primado de Bogotá y presidente de la Conferencia Episcopal, monseñor Luis José Rueda, a la edad de 61 años. Un hombre estudioso y dedicado a su apostolado.
Es un hecho trascendente, no solo para la Iglesia colombiana sino para el país. Porque es un reconocimiento a una larga carrera eclesial como la de monseñor Rueda, que interpreta el pensamiento del actual pontífice, lo acerca más a las decisiones del Vaticano y lo eleva al selecto grupo de prelados que llegan a hacer parte del cónclave para elegir nuevo Papa, llegada la hora. Por su edad, 61 años, es elector y elegible.
Por su trayectoria: como se ha dicho, “tiene olor a oveja”, porque conoce el país, por su línea de conducta –en la que ha pedido perdón a las víctimas de abuso sexual cometido por sacerdotes–, constituye una respetable y autorizada voz no solo dentro de la Iglesia, sino frente a los hechos de violencia que vive Colombia. Él lo sabe. Por eso, cuando recibió la noticia de su ascenso expresó: “Le pido al Espíritu Santo que ilumine mi existencia y que esta designación sirva para que nos comprometamos a trabajar por la paz, por la vida y la reconciliación. Que se acabe la guerra, que cese la violencia y que se acaben los secuestros”.
Son palabras que interpretan lo que debe ser el empeño de la Iglesia católica en la búsqueda de aliviar las tragedias que nos azotan, de que cesen el odio y la polarización y que se alcance la reconciliación nacional. El compromiso de la Iglesia con la consecución de la paz seguramente se fortalece, así como la defensa de las víctimas de la violencia. El nombramiento del nuevo cardenal no solo debe ser una cuestión de fe sino de esperanza.
EDITORIAL