En la década de 1980, una serie de acontecimientos conmocionaron como pocas veces el país. A partir de 1984, con el asesinato del entonces ministro de justicia, Rodrigo Lara Bonilla, se desató una sangrienta embestida de la mafia, inédita en Colombia.
En particular, en 1989 la violencia terrorista del narcotráfico se hizo sentir de la manera más brutal. Asesinando líderes políticos, policías, periodistas, en fin, todo aquel que se resistiera a ceder ante su atroz consigna de ‘plata o plomo’. Al tiempo, múltiples atentados dinamiteros dejaron miles de víctimas de la sociedad civil y plagaron de miedo la cotidianidad de las ciudades. En un lapso muy corto fue asesinado el candidato presidencial con opción más clara de ganar en los comicios del año siguiente, Luis Carlos Galán; una bomba fue detonada en un avión en pleno vuelo, y un bus cargado con 500 kilos de dinamita estalló frente al edificio del hoy extinto Departamento istrativo de Seguridad (DAS).
El poder corruptor del narcotráfico parecía por momentos incontenible. Mientras amedrentaba a los ciudadanos de a pie, corrompía jueces, congresistas y funcionarios de todo rango. Por fortuna, y en contra de quienes, apoyados en estos hechos mencionados, auguraban un ‘narco-Estado’ como siguiente capítulo de nuestra historia republicana, tal cosa no ocurrió. Es verdad que vinieron nuevos escenarios en los que se sintieron los pasos de animal grande de ese presagio, pero, a la larga, a la hora de contener al monstruo, fueron afortunadamente más fuertes los lazos de coraje que unieron a la sociedad con sus gobernantes y sus instituciones. Ayudó entonces que existiera un consenso amplio sobre lo indeseable que era un futuro en el que la vida en común estuviera regida por las arbitrariedades de la mafia.
Tres décadas más tarde, por suerte, esa particular amenaza sigue lejana. No obstante, debido a distintos factores, entre ellos la persistencia de la mayoría de países en asumir el asunto de las drogas desde una perspectiva prohibicionista, el crimen organizado derivado del tráfico ilegal de estupefacientes sigue siendo un desafío colosal para numerosos Estados, incluido el colombiano. Solo que esta vez, sus tentáculos se han posado en otras esferas del poder, a un nivel más local, pero sin perder su capacidad de corroer las bases del pacto social. Dicho de otra forma, su capacidad para sembrar desconfianza, muerte y devastación tanto física como moral.
De hecho, si se fuera a la raíz, muchos de los problemas que hoy generan el sentimiento de inconformidad que quienes han salido a las calles han expresado de múltiples maneras, en la mayoría hallaríamos huella del crimen organizado derivado del narcotráfico. De manera directa, como en el caso de las muertes de líderes sociales, o indirecta, como sucede con una economía que podría crecer a un ritmo mucho mayor, irrigando bienestar en mayor volumen a más personas, de no arrastrar Colombia todavía ese pesado lastre.
La historia está ahí para conocerla y extraer
de ella lecciones que ayuden a romper círculos viciosos
Y su peso es enorme. Un estudio de la Universidad de los Andes revelado esta semana calculó que el aporte de la coca al producto interno bruto ya duplica el del café. Esto por una lista larga de razones. En ella sobresalen elementos como el aumento en los últimos años de las hectáreas dedicadas a cultivos ilícitos –tendencia que ya parece ceder, gracias a los logros en erradicación–; la manera, más permisiva que restrictiva, como el gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha asumido la presencia de poderosísimos carteles en su país, los mismos que compran la coca en Colombia para su distribución en Estados Unidos principalmente, y que, una vez firmado el acuerdo de paz, el Estado haya fallado en su deber de copar con presencia integral las áreas de producción cocalera que durante décadas estuvieron bajo el control de las Farc.
El problema, de cara a los desafíos que hoy plantean tanto el narcotráfico como otros males contemporáneos derivados de este, como la corrupción y los daños ambientales, es que, a diferencia de 1989 –cuando no había duda sobre quién era el enemigo y la urgencia de derrotarlo–, hoy no es fácil hallar esos consensos mínimo comunes a todos que le dan a la sociedad la fortaleza exigida para enfrentar tales problemas. De ahí la importancia de que sigan los esfuerzos en todos los frentes para construirlos. Y aquí, por supuesto, figura el diálogo entre el Gobierno y quienes representan a los distintos sectores que han convocado las marchas de las últimas semanas.
Saber que esta sociedad ha superado momentos tan aciagos como el de hace 30 años debe ser, en todo momento, un poderoso aliciente. La historia está ahí para conocerla y extraer de ella lecciones que ayuden a romper círculos viciosos. En este caso está muy clara: la división frente a lo fundamental es el escenario anhelado por los poderes mafiosos y el infierno para el Estado de derecho, la convivencia y el progreso.
EDITORIAL