Uno de los personajes más significativos de este convulso 2024 es alguien que jamás habría querido pasar por las espeluznantes circunstancias que la convierten en una heroína y un ícono. No cabe duda de que Gisèle Pelicot habría preferido una existencia apacible de abuela jubilada, como corresponde, en principio, a la vida en el pequeño pueblo de Mazan, en el sureste de Francia. Nadie podía imaginar que, durante una década, sería drogada por su propio esposo, Dominique, para someterla a violaciones secretas por decenas de hombres reclutados por internet.
Nadie podía imaginar que, durante una década, sería drogada por su propio esposo, Dominique, para someterla a violaciones secretas por decenas de hombres reclutados por internet
Las motivaciones de un crimen tan horrendo escapan al entendimiento. El caso seguramente será objeto de análisis de psicólogos, sociólogos y criminalistas por muchos años. Los colectivos feministas señalan que la variedad de victimarios –hombres de múltiples edades y ocupaciones– subraya una verdad incómoda: que el abuso sexual no es cuestión de hombres marginales o de unos pocos depravados, sino que ocurre en cualquier comunidad, momento o circunstancia. Muchos de los violadores eran considerados personas comunes y corrientes de la región: buenos padres, esposos y profesionales. Esa supuesta normalidad hace más aterradores los hechos.
Todos, 51 en total, recibieron penas de entre 10 y 18 años. Dominique Pelicot, quien concibió y organizó las violaciones, fue sentenciado a 20 años.
La valerosa protagonista de esta historia, sin embargo, es Gisèle. Nadie le habría reprochado que se resguardara en el anonimato, como era su derecho. En cambio, exigió que el juicio fuera público; así el mundo conocería la perversidad de la que algunos son capaces. Su coraje y dignidad son un ejemplo para el planeta. Pero no basta con convertirla en una heroína. Su caso debe desatar una discusión global sobre la persistencia y estructuralidad del machismo, el abuso sexual y el acoso. Hay que garantizar que hechos tan monstruosos, como los de Mazan, no se puedan repetir.
EDITORIAL