Si algún ser humano le halla sentido a la vida, si algún ser humano le resulta útil a la especie como una parábola o un libertador, ese es, sin duda, el líder que se dedica en cuerpo y alma a la paz, a la convivencia: el arzobispo sudafricano Desmond Tutu, contemporáneo del inolvidable Nelson Mandela y premio nobel de la paz por su participación crucial en el fin del apartheid que marcó con fuego a su nación, fue esa guía y esa voz llena de autoridad que convenció a propios y extraños de perseguir la concordia, de alcanzar la armonía en las peores décadas del convulsionado siglo XX.
La muerte de Tutu, De Klerk y Mandela, tres figuras claves en el fin del apartheid –esa escalofriante política de segregación racial que se implantó en Sudáfrica desde 1948–, es una oportunidad para comprender mejor lo que sucedió en aquellas décadas violentas: si todo país es una alegoría de la vida humana, pues la resume y la explica a quien quiera tratar de entenderla, Sudáfrica es hoy el relato de una nación que no solo consiguió dejar de ser una colonia, sino que logró sacudirse el pensamiento colonialista que lo obligaba a dividir y a someter.
Tutu, quien nació el 7 de octubre de 1931 en Klerksdorp, fue obispo de Lesotho, de Johannesburgo, de Ciudad del Cabo. Desde el principio, amparado tanto en su popularidad como en su compromiso con Dios, defendió los derechos de los negros y abogó por el final de la segregación. El presidente Mandela le pidió encabezar la Comisión de la Verdad y la Reconciliación para poner en evidencia los crímenes de los gobiernos blancos y advertir los desmanes en el poder del movimiento de liberación.
Se habla de su coraje y de su moral. También se mencionan sus risotadas a diestra y siniestra. Pero si algo han estado poniendo de manifiesto los líderes que se han pronunciado tras su muerte es que Tutu consiguió encarnar y contagiar la esperanza en un mundo que siempre está buscando señales de que el futuro no es un rumor de los optimistas, sino un hecho.
EDITORIAL