La creación de una zona de ubicación temporal para el frente 33 de las disidencias de las Farc en Tibú, Norte de Santander, constituye un nuevo capítulo en los esfuerzos del Gobierno por avanzar en su ambiciosa política de ‘paz total’. En principio, se trata de una buena noticia, toda vez que estaríamos ante un paso importante en cualquier ruta de negociación. Pero hay que ser enfáticos en que este avance exige cautela, transparencia y un diseño mucho más riguroso de verificación y control del que ha caracterizado anteriores experiencias.
esta nueva apuesta no puede abordarse con ingenuidad ni fe ciega en los compromisos verbales de los grupos armados ilegales
Si algo ha enseñado el camino recorrido hasta ahora es que los mecanismos empleados para monitorear los ceses del fuego y proteger a la población civil se han quedado cortos. Las zonas de ubicación, en teoría pensadas para facilitar la transición de los grupos armados hacia la legalidad, han sido utilizadas en ocasiones como espacios de reagrupación, expansión territorial y fortalecimiento logístico. Así las cosas, esta nueva apuesta no puede abordarse con ingenuidad ni fe ciega en los compromisos verbales de los grupos armados ilegales.
Es claro que el anuncio representa un giro hacia una línea que muchos han reclamado desde hace tiempo: ejercer mayor control sobre los grupos en conversaciones. Y el Gobierno no puede continuar actuando bajo la premisa de que basta la voluntad declarada para garantizar el compromiso real con la paz. Las experiencias acumuladas con el ‘clan del Golfo’, el Eln y otras estructuras que hoy se encuentran en confrontación abierta han desdibujado la narrativa inicial de la ‘paz total’ como una gran mesa común que traerá pronto tranquilidad a las regiones.
El caso particular del frente 33 pone, además, sobre la mesa la pregunta de si esta zona está pensada como una antesala de la dejación de armas o como un respiro táctico frente a la presión del Eln en la región. Para ser claros, el Catatumbo no puede convertirse en escenario de fuego cruzado entre estructuras criminales que dicen dialogar mientras consolidan su poder armado, al tiempo que la Fuerza Pública permanece maniatada sin lineamientos claros.
Así mismo, las voces de las comunidades deben ocupar un lugar central. Son ellas quienes más han sufrido los embates del conflicto, quienes viven bajo la amenaza constante y quienes esperan, con razón, resultados tangibles, más que promesas abstractas. Lo que se viene con esta disidencia debe estar marcado por reglas claras, garantías para la Fuerza Pública, veeduría internacional y participación real de los habitantes del Catatumbo, pues hasta hoy persiste el desafío de consolidar la confianza ciudadana en una política de paz que hasta ahora ha producido más incertidumbres que resultados.
En este orden de ideas, y más allá de cómo se maneje el complejo asunto de que son desertores, este paso puede ser valioso solo si se aprende de los errores pasados y se actúa con firmeza. Para ello es vital contar con un modelo eficaz que no solo registre si hay disparos o no, sino que también mida el impacto de la presencia en esta zona y de los combatientes en el territorio.
El Catatumbo merece más que ensayos: merece procesos de paz que prioricen a la gente por encima de cualquier cálculo estratégico.
EDITORIAL