Como en un escenario de ficción, la ciencia demuestra que es posible cambiar –con buenas intenciones– la estructura de las moléculas que determinan la vida. De hecho, desde el descubrimiento del ADN, como portador de toda la información genética en las células, los investigadores no han ahorrado tiempo en la tarea de descifrar, letra a letra, la cadena de eso llamado genoma humano y consecuentemente poder crear herramientas para modificar dichos códigos.
Basta ver que desde que fue secuenciado íntegramente el primer genoma de un virus (a finales de los 70), el conocimiento de la estructura íntima de organismos más complejos ha sido creciente, al punto de que en los albores del siglo XXI se dio a conocer el genoma humano, tanto que hoy es relativamente fácil y frecuente que en cualquier lugar del mundo las personas puedan conocer su mapa genético y con él averiguar datos sobre sus antepasados, la posibilidad de sufrir enfermedades o, simplemente, tener claro relaciones de tipo familiar, solo con el envío a análisis de una pequeña muestra.
De la mano de lo anterior, también se han desarrollado procesos para fabricar modelos sintéticos de ADN en el laboratorio, lo cual permitió que en el 2010 se elaborara la primera célula sintética, con la “manufactura” del genoma de una bacteria, partiendo de cero, lo que ha permitido que desde entonces las construcciones sean cada vez más complejas.
Estas tijeras biológicas son, sin duda, un gran aporte para la humanidad, que empieza a ver estos desarrollos cada vez más cerca.
Sin embargo, el reto siempre fue el de modificar el ADN, sobre todo de células vivas de seres complejos como plantas y animales, y mucho más el del genoma humano, compuesto por más de 3.200 millones de letras de ADN, aportadas por cada uno de los 23 pares de cromosomas, que configuran su estructura. Es decir, la edición de este complicado “texto biológico” seguía siendo un sueño hasta cuando apareció la tecnología CRISPR, que es una especie de tijera que permite cortar y pegar trozos de este material genético de cualquier célula, con unos alcances asombrosos que le valieron ser considerado el mayor avance científico en el 2015 y el merecimiento del Premio Nobel de Química a sus creadores, en el 2020.
Todo lo anterior para celebrar con esperanza que desde hace unos días esta revolucionaria edición genética ya forma parte del armamento terapéutico para curar enfermedades, desde sus causas primarias. Esto en razón de que la istración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA) aprobó el primer tratamiento que utiliza estas tijeras biológicas para curar la anemia de células falciformes (una enfermedad genética que deforma los glóbulos rojos), corrigiendo los errores presentes en la molécula (ADN) que da las instrucciones de la vida.
Este desarrollo es sencillamente espectacular, no solo porque los ensayos han demostrado que es una intervención segura, sino porque también despeja un horizonte para el manejo favorable de decenas de enfermedades que por estar inscritas en los genes hasta hoy se consideraban incurables. Sin duda, un gran aporte para la humanidad, que empieza a ver estos desarrollos cada vez más cerca.
EDITORIAL