No sé nada del nuevo Papa más allá de lo que nos ha ido mostrando la prensa, aunque lo que más me gustó de su elección fue un video que salió luego en el que los seminaristas de su diócesis en Chiclayo esperan el anuncio en latín del gaudeum magnum, la 'dicha suprema' de saber que tenemos un nuevo heredero de san Pedro. Y cuando suena el nombre del cardenal Prevost sus seguidores saltan y gritan como si Perú hubiera ganado el Mundial.
No sé nada del nuevo Papa, ya digo, pero me da la impresión de que es serio y bondadoso, una absoluta excepción en este mundo en el que estamos carcomidos por la demagogia, la locura, la vanidad, la mezquindad y sobre todo la falta de consistencia y seriedad, no en vano decía hace unos meses un senador francés que se siente viviendo en los tiempos de Nerón, aunque cabría añadir que al lado de lo que hay hoy, aquí y allá, Nerón sería una bendición.
Claro: habrá un sinnúmero de temas en los que los críticos de la Iglesia católica puedan escarbar en el pasado del nuevo Papa para enrostrarle su indolencia o su pasividad, su conservadurismo (obvio: la Iglesia es una institución milenaria y una monarquía absoluta), su negligencia, su silencio, su forma de mirar hacia otro lado. No lo sé, no tengo ni idea: insisto en que sabía poquísimo del 'Santo Padre', como todavía le dice mi suegra, antes de que lo eligieran.
Pero sí hubo algo que me hizo seguir al cardenal Prevost desde antes de su entronización romana, aunque solo después caí en cuenta de que se trataba del mismo sacerdote y teólogo que hace meses le salió al corte, con los taches arriba, al vicepresidente de los Estados Unidos, J. D. Vance, quien en una entrevista usó el concepto a la vez agustiniano y tomista del ordo amoris, el 'orden del amor', para justificar las deportaciones masivas de Donald Trump.
El nuevo Papa, antes de serlo, le respondió muy rápido a J. D. Vance para aclararle que el concepto agustiniano del ordo amoris no es lo que él estaba diciendo sino todo lo contrario.
Sí: esa política lleva años funcionando y los demócratas la han propiciado más aun que los republicanos, pero la discusión en ese caso concreto no era esa sino la interpretación que el católico Vance, con su sonriente cara de muñeco poseído, hizo de una doctrina cristiana para justificar una especie de degradación de la idea del prójimo: una jerarquización racial y cultural de ese concepto definitorio del cristianismo como religión.
No es tampoco una novedad que se distorsione o se interprete de la peor manera posible, la más perversa y retorcida, el mensaje cristiano para defender principios y acciones que son su negación y su deshonra: esa es, de hecho, la historia del cristianismo, en eso ha consistido en muy buena medida hasta ser una permanente tergiversación de lo que dijo su inspirador, Jesús de Nazareth, cuya teoría se ha malogrado tantas veces en la práctica y la realidad.
Pero lo de Vance, un converso al catolicismo, un fanático, como suelen serlo los conversos, corresponde a una viejísima y aviesa tradición cristiana: la de los implacables voceros del evangelio que promueven una ética que no está en él y que lo niega en su esencia más profunda con un mensaje de odio y crueldad en el que la idea fundante del prójimo –fundante para el cristianismo– se transforma muy rápido en la del enemigo y la víctima sacrificial.
El nuevo Papa, antes de serlo, le respondió muy rápido a J. D. Vance para aclararle que el concepto agustiniano del ordo amoris no es lo que él estaba diciendo sino todo lo contrario, y además le explicó que ese concepto se inspira en el evangelio: en el mandato universal del amor y la caridad que nos hace prójimos a todos, en eso consiste el cristianismo, allí radica su escándalo, su belleza, su conmovedora dificultad.
Por eso me gusta el nuevo Papa: en este vacío mortal de líderes que nos hacen añorar a Nerón, quizás por fin haya surgido uno de verdad. Ojalá.