Con la Ley 975 del 2005, Uribe inició el proceso de paz con los paramilitares, logrando desmovilizar 55.000 combatientes que entregaron armas. Avalando ese proceso, la Corte Constitucional requirió ajustes que implicaron delación de fechorías y reparación a víctimas, evitando potenciales problemas con la Corte Penal Internacional.
Después vendrían la Ley 1448 del 2011 y reforma constitucional (‘fast track’) del 2016, bajo Santos, para completar el proceso de paz con las Farc. Se lograron desmovilizar unos 7.000 guerrilleros y 10.000 que los apoyaban, pero quedando en armas 2.000 disidentes. Así, al menos 70.000 personas han pasado de destruir el país a intentar reconstruirlo (incluyendo sus vidas) durante la última década y media.
Ha sido un proceso largo y irable de la sociedad colombiana, obteniendo reconocimiento internacional. Sin embargo, al unísono se concluye que sus resultados han venido rezagados y en menor cuantía respecto de los esperados “dividendos de la paz”. Este último concepto se refiere al deseo de haber reducido el gasto en la Fuerza Pública del actual 3,5 % del PIB hacia el 2,5 % que promedia la región. Tampoco se ha acelerado el crecimiento potencial como resultado del proceso de paz: Colombia ha continuado estancada en el 3 % anual, en el quinquenio 2019-2023, en vez del 4 % que se proyectaba.
Existen dos razones fundamentales que explican esa lentitud en alcanzar la “paz total”: una ha estado relacionada con el escalamiento del narcotráfico, y la segunda está referida a la insuficiente asignación de recursos públicos a las múltiples tareas de consolidación de la paz (reparación de víctimas, sustitución de cultivos, redistribución de tierras y mejor dotación de infraestructura rural).
Por eso llama la atención que la istración Petro sea vocal en señalar el “fracaso” de la lucha antidrogas duras, pero carezca de una estrategia adecuada para contener el escalamiento del narcotráfico. Recordemos que los cultivos de coca todavía registraban las 200.000 hectáreas en 2021 respecto del promedio de 70.000 de 2003-2015, antes de que el proceso de paz Santos diera la errada señal de expansión sin castigo. El negocio global, liderado ahora por México, se ha expandido hacia Colombia, y en 2022 se estará superando la tasa de homicidios de 25 por cada 100.000 habitantes frente al 2 que se observa, por ejemplo, en España... A este ritmo, ¿de qué paz estamos hablando?
El segundo problema relacionado con la carencia de recursos públicos asignados a la paz es igualmente apremiante. Diversos estudios tasaban dichas necesidades “operativas” de paz (indemnizaciones, relocalización y sustitución de cultivos) en 2 % del PIB, y las de “inversión” (compra de tierras y adecuación de infraestructura), en 3 % del PIB. Esto implicaba haber desembolsado 1 % del PIB por año durante 2019-2023; pero estimaciones recientes indican que ellos han estado bordeando tan solo 0,6 % del PIB. De hecho, en adecuación e infraestructura rural es muy poco lo que se ha hecho.
Con estimaciones de déficit fiscal del 7 % del PIB todavía en 2022 y del orden del 5 % anual durante el resto de la istración Petro, es evidente que deben optimizarse los recursos que quiere expandir el gobierno para acelerar la “paz total”. Encierra poca eficiencia pública pensar en redistribuir los predios rurales facilitados por la aplicación del llamado “impuesto predial” multipropósito. Lo urgente es dotar al campo de bienes públicos (créditos con garantías, irrigación y vías secundarias-terciarias) para multiplicar toda la productividad agraria.
Estas necesidades de inversión rural son las que había cuantificado el DNP en cerca del 3 % del PIB años atrás y ellas deberían ser el corazón de la paz-total. Solo de esta manera será posible reducir la pobreza por debajo del 40 %, ahora que el ciclo inflacionario global ha escalado los costos de alimentos a niveles del 26 % anual.
SERGIO CLAVIJO