Hay un párrafo en Cien años de soledad que describe las lecciones sobre las diferencias entre liberales y conservadores que recibía Aureliano Buendía por parte de su suegro, don Apolinar Moscote. Los liberales, le decía, “eran masones; gente de mala índole, partidaria de ahorcar a los curas, de implantar el matrimonio civil y el divorcio, de reconocer iguales derechos a los hijos naturales que a los legítimos, y de despedazar al país en un sistema federal que despojara de poderes a la autoridad suprema”. Los conservadores, en cambio, “propugnaban la estabilidad del orden público y la moral familiar; eran los defensores de la fe de Cristo, del principio de autoridad, y no estaban dispuestos a permitir que el país fuera descuartizado en entidades autónomas”. Frente a esta lección, Aureliano “no entendía cómo se llegaba al extremo de hacer una guerra por cosas que no podían tocarse con las manos”.}
Esa es la sensación que a uno le queda después de leer el libro Imagine: reflexiones sobre la paz, editado y traducido al español por Artimaña Editorial. Este libro es un compendio de reportajes, fotos y ensayos sobre algunos de los más complejos conflictos en el mundo: Líbano, Camboya, Ruanda, Bosnia y Herzegovina, Irlanda del Norte y Colombia.
Los horrores de estas guerras han sido narrados de múltiples formas; aun así, es difícil imaginarlos cuando no se han vivido. Muchas preguntas quedan después de leer los reportajes: ¿cómo se puede tejer un proceso de reconciliación después de tanto dolor? ¿Cómo perdonar? ¿Cómo superar el trauma? ¿Cómo enfrentar las heridas psicológicas y físicas de la guerra?
¿Cómo se puede tejer un proceso de reconciliación después de tanto dolor? ¿Cómo perdonar? ¿Cómo superar el trauma? ¿Cómo enfrentar las heridas psicológicas y físicas de la guerra?
Me llamó mucho la atención la idea de pasar la página sin arrancarla. La encontré en el relato del escritor y periodista Philip Gourevitch ‘El peso de la memoria y del olvido’, sobre el terrible genocidio de Ruanda. Entre abril y julio de 1994, cuenta Gourevitch, cerca de un millón de personas fueron masacradas por personas cercanas, en su mayoría vecinos. Una mayoría hutu contra una minoría tutsi. Una mayoría que, en ese momento, se negaba a la apertura política de Ruanda. De un día para otro, quien antes había sido tu vecino se convirtió en tu verdugo.
Después del genocidio, una de las primeras medidas del nuevo gobierno fue abolir la división étnica entre hutus y tutsis y sustituirla por la identificación de “ruandeses”. Y a pesar de que Ruanda ha mejorado sus indicadores económicos desde el genocidio, los asesinos y los sobrevivientes tuvieron que aprender a vivir juntos porque, básicamente, no tenían otra opción.
En su reportaje, Gourevitch conversa con el psiquiatra Naasson Munyandamutsa, quien estuvo de acuerdo con la decisión de dejar de dividir a la población ruandesa por su origen étnico; sin embargo, le molestaba que hubiera sido una imposición: “Es laudable en general querer pasar la página sobre el tema del origen étnico. Pero uno debe pasar la página, no arrancarla. Nunca. Porque, en algún punto, puede que uno necesite pasarla de vuelta para ver lo que había al otro lado”.
Las ideas, “las cosas que no pueden tocarse con las manos”, como decía Aureliano, se traducen en hechos concretos, se concretan en materialidad: en nombre de ellas se lucha por una sociedad más justa, y en nombre de ellas se exterminan pueblos enteros.
¿Cómo cerrar las heridas sin negar ni olvidar lo que pasó? Sobre este dilema y sobre los esfuerzos por construir paz y procesos de reconciliación hablaremos el 1.º de julio a las 7 p. m., en el marco del Festival Gabo, con Dydine Umunyana, sobreviviente del genocidio de Ruanda; Jon Lee Anderson, reportero de The New Yorker, y Mónica González, maestra y miembro del Consejo Rector de la Fundación Gabo.
SARA TUFANO