En los últimos años, recuerdo dos episodios que impactaron profundamente a la opinión pública y lograron sacarnos de la inacción y volcarnos a las calles. El primero fue el asesinato en Tierralta, Córdoba, de la lideresa comunitaria María del Pilar Hurtado. Ese día, el 21 de junio de 2019, un
video se viralizó en las redes sociales. En este se oían los desgarradores gritos del hijo de María del Pilar, quien lloraba al lado del cuerpo de su madre asesinada por los paramilitares. Sin duda, ver el terrible dolor y la impotencia de su hijo marcó un momento de inflexión y consiguió un efecto movilizador.
Un año después, sucedió lo mismo con el cruel asesinato de Javier Ordóñez. Ver cómo dos policías le propinaban descargas eléctricas a Javier mientras él les rogaba que por favor se detuvieran, se convirtió en el detonante para que miles de jóvenes salieran a las calles. Ese día fue el turno de la juventud de Bogotá cansada de la violencia policial en algunos de sus barrios.
Dos meses después de estos trágicos hechos, las plataformas de derechos humanos conformaron una Comisión Ciudadana Nacional e Internacional para esclarecer los hechos del 9, 10 y 11 de septiembre en Bogotá y Soacha. Tuve el honor de hacer parte de esta comisión junto a Amy Ritterbusch, profesora asistente de la Universidad de California, Los Ángeles (UCLA); Wolfgang Kaleck, secretario general del Centro Europeo por los Derechos Constitucionales y Humanos (ECCHR, por sus siglas en inglés); Viviana Krsticevic, directora ejecutiva del Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL), y el padre Alejandro Angulo del CINEP. Junto a ellos, y a sus asistentes, iniciamos un arduo proceso de reconstrucción de los hechos y de análisis de veinte entrevistas a víctimas directas, familiares de víctimas, abogados y abogadas de derechos humanos, líderes políticos y juveniles.
Lo que más piden las familias de las víctimas, además de verdad y justicia, es que sus seres queridos no se conviertan en unas cifras más en las estadísticas de la violencia colombiana.
Al escuchar los testimonios, entendimos que, si bien hubo una reacción ciudadana espontánea frente al brutal asesinato de Javier Ordóñez, el descontento social tuvo su origen en factores mucho más estructurales como, por ejemplo, la relación que la Policía Nacional ha establecido con la ciudadanía en algunas localidades marginadas de Bogotá. Sin hablar de otros lugares del país.
No es un problema de “manzanas podridas” en la Policía Nacional, como lo caracteriza el discurso hegemónico, pues eso significa reducir la violencia policial a un fenómeno de carácter individual, de “ovejas descarriadas”, y omitir su carácter institucional y estructural, el cual permite que la Policía actúe con esa brutalidad. Circunscribir estos hechos a comportamientos individuales oculta su naturaleza histórica y política. El origen histórico de la Policía Nacional, está vinculado a la preservación del orden público, en particular a la represión de las huelgas de los trabajadores en los años 20 del siglo pasado. Y así, todo el que subvirtiera el orden establecido fue considerado un enemigo. De la “cuadrilla de malhechores”, en referencia a los huelguistas de la Masacre de las Bananeras, pasamos a la estigmatización de la protesta y de la juventud que participa en ella, tildándola de “guerrillera”, “terrorista” o “delincuente”, como se puede leer en los testimonios.
Las cifras son una primera aproximación al fenómeno de la violencia: nos permiten dimensionarla, hacer comparaciones e identificar patrones. Pero no nos permiten comprender el dolor humano que hay detrás de ellas. Solo acercándonos a las historias de vida de las víctimas, hablando con ellas, con sus familiares y amigos, es que podemos entender la verdadera magnitud de esta tragedia. Lo que más piden las familias de las víctimas, además de verdad y justicia, es que sus seres queridos no se conviertan en unas cifras más en las estadísticas de la violencia colombiana.
Les invito a leer el informe completo
aquí.
SARA TUFANO