Es verdad que cuando uno cruza cierta línea del insomnio muy pronto llega a la conclusión de que el mundo es un infierno sin remedio. Pues bien: asomarse ya mismo a las redes sociales, “una historia contada por un idiota, llena de sonido y de furia, que no significa nada”, es recrear el fatalismo del desvelo. Todo se ve grave y definitivo. Es lo más probable que algún tribunal hecho de superiores morales, de hinchas endiablados, de soberbios resignados al juego de la fama por la fama –a la adicción a la adrenalina, la dopamina, la serotonina, la testosterona que produce aquella rara gloria de rifirrafes y de likes– esté condenando por palabra, obra u omisión a cualquiera que sirva para probar un punto. Es lo más seguro que ciertos s se estén sintiendo obligados a dirigirse “a toda Colombia” para fijar su posición sobre Sinovac o Cuba.
Y, sin embargo, quién quita que semejante pandemonio, semejante vaivén de borracheras y resacas, nos empuje a repensar cómo se le sirve a la causa de la dignidad humana en el medio de la deshumanización.
Ya ha sido probado que el famoso desciende del hombre. Es innegable que, en este par de años de redes y pandemias y estallidos sociales que aún no acaban, creció como el virus el número de celebridades globales e irrelevantes que pidieron respetar las cuarentenas en videos compungidos grabados en los jardines de sus mansiones, y rogaron piedad con sus traumas de clasistas, y sermonearon a los electorados desde el otro lado de la brecha, y celebraron el coraje de sus pueblos con clichés rematados por el emoticón de amén, y exigieron el optimismo que niega el horror, pero también fue claro que ciertos inalcanzables, libres de ignorancias e ideologías atrevidas, bajaron de sus pedestales para convertir su popularidad en un altavoz –quizás el término sea “un canal”– de la solidaridad, de la ciudadanía de iguales, y así fueron alivio y compañía.
Cada día se habla más del síndrome de Eróstrato porque cada día se nota más que las redes han exacerbado, en ídolos e idólatras, la tendencia a rebuscarse la fama –igual que aquel pastor de Éfeso, del siglo IV antes de Cristo, que trató de quemar el templo de Artemisa para pasar a la historia– a como dé lugar. Puede verse el erostratismo, que así se llama la manía de buscarse likes a cualquier precio, en los s que roban las ideas de los demás para que no los deje el bus de la tendencia del día, en los influenciadores que amanecen convertidos en productos, en las estrellas con vocación de peras de boxeo que se niegan a reconocer que es imposible opinar sobre todo, en los políticos que se disfrazan de sincerotes y de trolls y de jóvenes sin futuro para recobrar la popularidad: se conforman con ser memes en la era del fin de las estatuas.
Y sí: que sigan viviendo en ese mundo surreal en el que “no importa que hablen bien o mal, sino que hablen”. Que no acusen recibo, si no quieren, del ocaso de las celebridades impunes. Pero que su terrible irrelevancia de estos años, solo comparable a la de los líderes que no supieron leer el turbulento paso del mundo de las jerarquías al mundo de las solidaridades, no empañe la tarea de tantas figuras de la cultura o de la ciencia que en las peores horas de estos dos años se han inventado escuelas, talleres, canciones, clubes, conciertos, programas de entrevistas, como sumándole lo suyo a lo de todos. No habrá habido Churchill ni Roosevelt para estos tiempos difíciles. Pero sí se ha dado el liderazgo de estas voces.
No digo apellidos para no caer yo también en lapidaciones y glorificaciones. Solo agrego que han transmitido desde el rincón menos arrogante de sus casas. Y que hoy nadie está por encima ni por debajo de sus nombres.
RICARDO SILVA ROMERO
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