Esto está pasando para que nos duela tanto. No se trata de exacerbarnos este miedo que va a dar a la infamia, ni de regodearnos en este bogotazo con cuentagotas a lo largo y lo ancho del mapa, sino de enrostrarnos que Colombia ha sido una protesta social saboteada para abrirle paso a la violencia de esos pocos dueños –los cobardes e insaciables macrocolombianos– agazapados detrás de sus ejércitos. Habrá que hacer un siglo de silencio por un país al que se viene a perder a los hijos por protestar contra el hambre, la pobreza y la exclusión: habrá que doblar las campanas por los 37 asesinados y los 89 desaparecidos y las 10 víctimas de violencia sexual en las hecatombes de estas noches, por Siloé, por Lucas Villa, por aquella mujer y su bebé, por los policías quemándose en los CAI como aquellos jóvenes en la estación de San Mateo.
Dolerá más y más esa Colombia fantasmal, callada a bala, que desde hace décadas ha vivido esto mismo lejos de las ciudades y las redes y las cámaras: 8 millones de desplazados, 81.000 desaparecidos, 38.000 secuestrados, 25.000 civiles masacrados, 17.000 menores reclutados, 16.000 víctimas de violencia sexual, 10.000 víctimas de minas.
Y luego será claro que el alucinado e impensado presidente Duque, que cumple tres años de oficiar el rito fatal de gobernar contra el enorme país que no votó por él y delegarles la democracia a las Fuerzas Armadas y guiarse con el provocador criterio de la caridad, tiene la tarea de volver a hacer política –pactar, dialogar sin eufemismos, ponerle la cara a la gente que se representa a sí misma– porque hacer política es lo contrario a aniquilar: está rodeado de un elenco de sociópatas y aficionados que hablan de volver a los días del estado de sitio, y destruir la “revolución molecular disipada” que una vez se llamó “la conspiración judeomasónicocomunista”, y relativizar la violencia estatal, y convertir en trinchera la tierra de nadie para que no se sepa que uno podría ser el otro. Pero su tarea, Presidente, no es encarnar, sino impedir el fascismo.
Esto está pasando para ponerle al mundo en las narices, como un mural atroz, la historia de la locura en Colombia: se nos está poniendo enfrente a los fusilados en las hegemonías de los viejos partidos, a los masacrados en la plaza de toros de Santamaría, a los desterrados por el Estatuto de Seguridad, a los torturados en las caballerizas, a los cadáveres disfrazados de guerrilleros de la Patria Loca para que el siglo XXI al fin lo sea y en ningún gobierno más se pida consejos a neonazis, ni se repita que “solo existen los derechos humanos si observamos nuestros deberes para estar en sociedad”, ni se ponga la pacificación que pervierte por encima de la paz que enmienda, ni se tape la protesta social con un dedo ni se reduzca a los soldados de nuestra Fuerza Pública a una fuerza privada.
Creo en el derecho de nuestros jóvenes a pedirnos cuentas: esto que está pasando acá ha estado pasando allá setenta años. Creo en el ingenio de los nuevos manifestantes para ir precisando la protesta hasta convertirla en el origen de un diálogo sin rodeos ni estigmatizaciones con este gobierno de turno. Creo en salir de la guerra y del horror palabra por palabra. Creo en reivindicar a los demócratas de la izquierda a la derecha. Creo en derrotar en las urnas la continuidad de las políticas que nos trajeron a este Estado del malestar y la zozobra. Creo en darse cuenta de que uno hace parte de “la gente”, Presidente, antes de que sea demasiado tarde. Creo en los miles de agentes de la ley que se niegan a disparar contra su pueblo. Creo en nacer en Colombia para resistirse a servirle a la violencia. Creo que todo esto está ocurriendo para pactar el duelo.
Ricardo Silva Romero
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