Por qué estos senadores de atrás, atrincherados en su rincón de la derecha, celebran como se celebra un gol agónico –o sea que dan saltitos y aplauden– la mala noticia de que han logrado archivar la regulación del cannabis. Por qué estos congresistas, amparados por una pancarta que dice “la trampa que mata”, aclaman una vez más el prohibicionismo que desde los años setenta ha hecho de Colombia una venganza y un peligro. Porque, como prueba un estudio de la Universidad de St. Andrews, nuestro cerebro no sólo teme a muerte a cambiar de opinión, sino que se siente violentado si se le lleva la contraria. Y, adicto a dar con gentes que piensen igual, como espejos, para aumentar la dopamina, alcanza el éxtasis cuando cree que le han dado la razón: “¡Se salvó Colombia!”, gritaba el actor de En cuerpo ajeno cuando el “no” ganó el plebiscito.
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Por qué estos legisladores cuarentones se lanzaron a atar mal los cabos y a desinformar sin piedad cuando, de acuerdo con los pronunciamientos de tres altas cortes colombianas, el gobierno tomó la sana decisión de derogar la multa al porte de aquella dosis legal –“personal”, “mínima”, “terapéutica”– que ya cumple treinta años. Por qué en vez de debatir, en vez de reconocer todas las adicciones como un problema de salud pública, en vez de aceptar que la prohibición sólo ha servido para vararnos en la guerra y la desigualdad, los “liberales” entre comillas se sumaron a los vigilantes de “la familia” para insistir en ese populismo punitivo e irracional que pone en riesgo a los niños. Por qué no ven la relación de este asunto con el exterminio de los líderes sociales. Por qué no les sirve el argumento de que la nicotina y el alcohol son mucho más adictivas.
Por qué en este caso tan determinante, tan urgente, les importa un comino “la evidencia”. Por qué no los pone a repensarse el asunto el hecho de que el LSD no cree adicción. Por qué no les preocupa de la misma manera la salud de los malogrados por el colesterol, ni les molesta que las ficciones intervengan los estados mentales como los alucinógenos, ni los atraen los cientos de miles de millones de dólares que se están quedando las bandas criminales del mundo. Por qué, mejor dicho, terminan llevándolo todo al terreno del moralismo que engendra la inmoralidad. Porque, como demuestra una investigación de la Universidad de Londres, la corteza prefrontal media del cerebro no sólo se siente fortalecida cuando da con su propia opinión en cuerpo ajeno, sino cuando una noticia refuerza sus sesgos de confirmación.
Por qué en este caso tan determinante, tan urgente, les importa un comino “la evidencia”.
Está visto, desde el plebiscito por la paz, que el peor de los errores es despreciar el mundo de los otros. Se ha dicho hasta la saciedad, y sin lugar a duda ha sido en vano, que toda comunicación fracasa si empezamos por desconocer a nuestro interlocutor. Conviene saber que es natural que el celebro de los padres, henchido de oxitocina, viva en estado de alarma: mi papá me dijo una vez que ahora siempre sabía dónde estaba yo porque me oía gritarles “¡cuidado!, ¡cuidado!” a mis niños. Y, como ya es hora de que “la familia” deje de ser ese feudo político de la derecha, quizás sea la época de la historia para dejar constancia de que a esta misma hora de este mismo viernes el prohibicionismo está poniendo en peligro a los hijos de todos.
Por qué los traficantes de todas las calañas, desde los que llevan gafas plateadas hasta los que se llaman a sí mismos “comandantes”, celebran con voladores la mala noticia de que la derrota de la regulación del cannabis ha empatado el partido que iba ganando la derogación de la multa a la dosis personal. Por qué disparan al aire. Por qué sueltan esas carcajadas. Porque los políticos moralistas han vuelto a servirle al negocio.
RICARDO SILVA ROMERO