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1971

Hace 50 años el presidente Nixon declaró la Guerra contra las Drogas que nos tiene contando muertos.

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Todas las guerras van a dar a sus treguas, todas, menos las guerras de acá. Tras el horror quedan los escombros, los ecos, pero aquí el horror sigue al horror. Por estos días, entre las represiones, los conflictos reeditados y los asesinatos de dieciocho líderes sociales y cuatro firmantes de paz, uno no sabe por qué duelo empezar. Se queda quieto, atrás del mundo, pensando para qué nos pasa lo imposible una y otra vez: para qué el asesinato del luminoso Junior Jein luego de rapear “lo primero que dicen cuando nos matan es ‘andaban en cosas raras’ ”, para qué la muerte de don Raúl Carvajal, el padre del soldado que se negó a cometer ‘falsos positivos’, después de quince años de reclamarle justicia a la nada –al Estado– en su camión modelo 73, y para qué el atentado en el batallón en Cúcuta, “mamá, nos están atacando”, si este infierno va a seguir.
Si en medio del desangre el expresidente Uribe, que encarna a un país del país, sigue atravesándose a cualquier proceso de paz que no sea sometimiento ni sea suyo. Si el río histórico de las protestas no está empujando a la clase política al cumplimiento cabal de la democracia. Si al gobierno que tenemos, que suma ya tres años de aislarnos, de mirarnos de reojo, de resucitarnos enemigos de principios de siglo de adentro y de afuera, no se le ve interés en convertir los reclamos en reformas. Si sigue desafiándose a los colombianos que se dejan atrás, en “las regiones” y “los extramuros”, cada vez que se nombra en embajadas o en ministerios –como si no fuera una clase política sino un ensamble– a los mismos burócratas redundantes y a los mismos adalides postizos.
Qué va a importar que el ministro de Ciencia haya sido señalado de plagiar si no importa la vida ajena.
Qué va a importar la violencia estatal si el criterio no ha sido defender la democracia, sino el poder.
Las guerras de Colombia no terminan porque todas sus causas aún están en pie: los colombianos siguen matando a los colombianos, como sombras frustradas y fanatizadas de siglos pasados, manipulados por los estrategas políticos, por los ambiciosos que viven de las inequidades, por los guardias de las desigualdades ante la ley y de las igualdades por fuera de ella. Se sabe, en fin, por qué se da esta violencia, pero no es claro para qué –no es claro que se vuelve del horror para aprender a negociar, a convivir y a incluir– pues la guerra está lejos de acabarse: hace cincuenta años, el 17 de junio de 1971, el sitiado presidente Nixon declaró la Guerra contra las Drogas que nos tiene contando muertos y llamando “corredores” a las “fronteras”, y no ha nacido el líder de aquí o allá capaz de decretar su fin.
Hace ocho días, mientras el expresidente Santos pedía perdón por la “doctrina Vietnam” que llevó a los ‘falsos positivos’ –y que obligó a don Raúl a parquear su vejez en la plaza de Bolívar–, fue obvio todo lo que falta para que los líderes gringos y sus pares criollos ofrezcan disculpas por haberse plegado a esa Guerra contra las Drogas que no solo hace imposible erradicar las causas de nuestro conflicto, sino que financia a los sociópatas que han querido sabotear una resistencia plena de gritos pendientes. Estos días de asesinatos de defensores de todos y atentados a soldados de aquí y allá fue claro que no será esta presidencia que ama el olor del glifosato en la mañana, y celebra la disminución de la coca y niega el aumento de la cocaína, la que abra paso tanto a la despenalización como al reconocimiento político de los descartados.
Y habrá que contar los días con la ilusión de que no sea contar los muertos, entre la dignidad y el arte y el coraje, hasta que nuevos liderazgos se atrevan a sacarnos del rentable e infame error de la prohibición.
Ricardo Silva Romero
www.ricardosilvaromero.com

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