La crisis venezolana es su expresión más reciente. Pero basta un repaso a su experiencia bicentenaria para comprobar que la reelección presidencial ha sido una institución desastrosa para América Latina.
Es una historia conocida. Se tropieza, sin embargo, con ambiciones humanas desmesuradas y las tendencias naturales de perpetuación del poder, abonadas en terrenos de pobre memoria colectiva. Es necesario regresar a ella.
Desde comienzos de la república, su inauguración dejó claras muestras de sus males.
Aquel experimento tuvo lugar tras la reelección presidencial de Simón Bolívar en 1825, según las directrices de la Constitución de Cúcuta, que permitía la reelección consecutiva por una vez. A la reelección de Bolívar siguieron su dictadura y el fin de la Gran Colombia.
Los fundadores de la Nueva Granada recogieron la lección. La Constitución de 1832 solo aceptaba la reelección presidencial después de un período de descanso, pero el país no volvió a reelegir presidente sino bajo la Constitución de Rionegro (1863-85), que de todas maneras mantuvo la prohibición de la reelección consecutiva y además introdujo un período limitado de dos años.
El abandono de esta regla en la Constitución de 1886, de la mano de las repetidas reelecciones de Rafael Núñez, desembocó en un régimen autoritario y la guerra civil más desastrosa del siglo diecinueve.
Los males de la reelección eran indicativos del problema irresuelto de la sucesión presidencial, propio de los sistemas republicanos que, en Hispanoamérica, experimentaban con la institución novedosa de la presidencia. Chile, por sus buenos éxitos de presidencias decenales entre las décadas de 1830 y 1860, parecería a primera vista la excepción en el siglo XIX, pero abandonó la reelección presidencial consecutiva en 1871. Y los enfrentamientos entre el Congreso y el Ejecutivo condujeron a la guerra civil de 1891.
La llamada “tercera ola de la democracia” en la región sufrió un duro golpe, poco examinado, cuando el principio de la alternancia volvió a minarse con los regresos de la reelección.
En el resto del continente, los esfuerzos por consolidar gobiernos representativos y democráticos se obstaculizaron siempre con figuras caudillescas, ávidas de poder.
Porfirio Díaz simboliza muy bien las tragedias de esa institución que persigue a Latinoamérica como una maldición. Díaz llegó por primera vez a la presidencia de México en 1876, bajo la bandera rebelde de la no reelección. Solo para abandonarla tiempo después y entronizarse en la silla por largas tres décadas, hasta que estallara la revolución.
Argentina ofrece otro ejemplo muy emblemático. Las extraordinarias conquistas de estabilidad, progreso y bienestar desde 1880 se vieron frustradas a partir de 1930. Sería ingenuo reducir todos los problemas argentinos a una sola institución, pero la reelección de Yrigoyen en 1928 y, más aún, la consecutiva de Perón en 1951 (posible por la reforma constitucional que promovió desde el poder) hacen parte importante de la explicación.
La llamada “tercera ola de la democracia” en la región sufrió un duro golpe, poco examinado, cuando el principio de la alternancia volvió a minarse con los regresos de la reelección consecutiva, que recibió amplia divulgación con la reforma auspiciada por Menem en 1994 para permitir su permanencia en el poder.
Ya entonces, los males de la reelección se habían hecho nuevamente evidentes en Venezuela durante la segunda istración de Carlos Andrés Pérez, a la que siguió la reelección de Caldera, antesalas ambas de la llegada al poder de Hugo Chávez. En 2009, Chávez promovió un referendo que aprobó la elección presidencial indefinida. El resto es historia, una historia que, conjuntamente con la experiencia bicentenaria con la reelección en Latinoamérica, deja lecciones que aún estamos por aprender.