Algunos ya lo han calificado como “el fraude electoral más grande de la historia latinoamericana”.
Quizás haya habido otros de mayores dimensiones en los dos siglos de nuestra historia electoral. Pero todo parece indicar que los resultados de los comicios presidenciales el pasado 28 de julio anunciados por el Gobierno venezolano no corresponden a la realidad. “La evidencia” para mostrar que tales elecciones fueron “robadas” “nunca antes había sido tan abrumadora”, se lee en The Guardian, un periódico británico de izquierda, antiguo simpatizante del fundador del régimen chavista (6/8/2024).
Allí están las actas electorales recogidas por la oposición, cuyos reclamos han sido avalados por expertos internacionales. El comunicado que publicó el Centro Carter, invitado por las autoridades venezolanas para observar las elecciones, es enfático en descalificar la falta de integridad de todo el proceso electoral. Algo similar se desprende de una entrevista de EL TIEMPO con la secretaria general de la red OIT de América Latina (29/7/2024).
Pero la mejor evidencia sería la misma negativa del Gobierno de publicar las actas electorales, más de tres semanas después de sucedida la votación. Un silencio inaudito que lo dice todo.
Obsérvese que The Guardian no habla de “fraude” sino de “robo electoral”. Es una distinción sutil de enorme significado.
Las “elecciones robadas” tienen la capacidad de desencadenar grandes transformaciones políticas, ausente en simples fraudes electorales.
Así lo sugieren los trabajos de los profesores Philipp Kuntz y Mark T. Thompson, para quienes las “elecciones robadas” tienen la capacidad de desencadenar grandes transformaciones políticas, ausente en simples fraudes electorales. Su definición de “elecciones robadas” es clara: aquellas en que “el régimen obstaculiza una victoria real o percibida de la oposición en las urnas mediante una manipulación descarada del recuento de votos o anulando el resultado electoral mismo”.
Para ellos, es importante distinguir las “elecciones robadas” de otras “formas de fraude electoral”, por su naturaleza potencialmente transformadora del régimen político donde ocurren. (Véanse sus artículos en Journal of Democracy, octubre de 2004, y Comparative Politics, abril de 2009).
Difícil hacerles justicia a sus argumentos en este corto espacio. Tan solo destaco algunos de sus principales puntos.
Primero, las “elecciones robadas” que ellos examinan transcurren en regímenes conocidos como “autoritarismos electorales” que permiten, con restricciones autoritarias, algunos niveles de competencia en las urnas. Segundo, en tales momentos de relativa apertura durante el período de campaña electoral, la oposición logra organizarse y movilizar al electorado con altas expectativas de triunfo. Tercero, la frustración de tales expectativas como resultado del “robo” produce un profundo agravio moral colectivo, que motiva masivas manifestaciones poselectorales con expresiones de indignación popular.
Y cuarto, las “elecciones robadas” exponen las debilidades del régimen –ante todo, su falta de apoyo en el electorado–. O, la otra cara de la moneda, los altos niveles de insatisfacción frente al régimen. Ello conduce a sus divisiones internas y, eventualmente, su colapso.
Este apretado resumen del modelo de Kuntz y Thompson parecería, en muchos aspectos, un libreto de las recientes elecciones venezolanas. No obstante, sus trabajos están basados en experiencias anteriores, en Serbia, Georgia, Filipinas y Madagascar. Por supuesto que no todas las “elecciones robadas” provocan transformaciones de regímenes: estos pueden incrementar sus acciones represivas hasta anular del todo a la oposición.
De cualquier forma, las “elecciones robadas” exponen al mundo la naturaleza autoritaria del régimen, sin máscaras.