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Por fin, la primavera

PROFESOR UNIVERSITARIO, UNIVERSIDAD DE OXFORD, REINO UNIDOActualizado:
Pintoresca, y por lo general bastante tranquila, en esta ocasión la calle de North Parade en Oxford se encontraba transformada por el espectáculo. De cerca podía confirmarse lo que proyectaba desde lejos. Sin flauta de millo, ni cumbia. Sus participantes bailaban al ritmo de Morris, una danza ancestral.
Pero lo que a mis ojos parecía un carnaval, era la bienvenida a la primavera, esa estación del año que representa la renovación cíclica de la vida.
Es un rito anual que, al llegar mayo, se celebra en el Reino Unido así como en otros países europeos. Oxford le ha dado a las festividades una marca especial desde que, en la madrugada del arribo del mes, la ciudad se congrega cerca de la torre del Magdalen College para escuchar sus campanas y los himnos cantados por el coro de uno de sus antiguos colegios .
Siempre he encontrado fascinante los cambios de estación en los países de zonas templadas. Quizás sea un sentimiento común entre quienes venimos del trópico, donde las transformaciones de la naturaleza no se expresan de manera tan diferenciada –los movimientos entre extremas temperaturas o las variaciones en las horas de sol, que condicionan tantos aspectos de la cotidianeidad–.
Para los del trópico, la primera nevada es una experiencia inolvidable, asociada con los blancos colores que se apoderan del paisaje, con la que descubrimos los cambios de estación. Es una belleza pasajera. Pues pronto la nieve se vuelve fango, que hace más insoportable los días invernales, de poca luz y mucho frío.
Nada como el descubrimiento de la primavera para entender el significado de las estaciones en nuestra existencia.
La primavera trae consigo un mensaje de esperanza, vinculado al renacer. Alimenta ilusiones.
Año tras año, cuando llega Mayo, los grupos que bailan las danzas de Morris en las calles de Oxford cautivan mi atención, motivada originalmente por la curiosidad del transeúnte que se tropieza con sorpresas.
Es en buena medida un sentido ambiguo, lleno de tragedia. Penélope Fitzgerald lo capta muy bien en su extraordinaria novela, El inicio de la primavera, reseñada en estas columnas hace algunos años. Su narrativa transcurre en buena parte en las estaciones más rigurosas, que marcan una historia de sufrimientos. Pero al fin del relato, las señales de la primavera indican nuevos rumbos del porvenir: En el invierno, las casas había permanecido “sordas”, encerradas, “escuchándose a sí mismas”. “Hay que abrir las ventanas”: es un anuncio primaveral.
Año tras año, cuando llega mayo, los grupos que bailan las danzas de Morris en las calles de Oxford cautivan mi atención, motivada originalmente por la curiosidad del transeúnte que se tropieza con sorpresas. Ha sido una curiosidad momentánea, hoy alimentada por sus afinidades con el carnaval, que se descubren mejor al revisar fotografías de distintos grupos de “Morris dancing” disponibles en el internet.
Este año la sorpresa fue de alguna manera distinta. La llegada de la primavera se celebra por calendario –es decir, en fecha prefijada, así las temperaturas o condiciones climáticas sigan siendo invernales–. Este año las danzas de Morris ocurrieron en un día cálido y asoleado, con todos los mensajes esperanzadores de la primavera.
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