La oleada de inseguridad que azota al país es más que un brutal baño de sangre que está acabando con las mejores áreas de producción agrícola, puesto que no obedece solo a la acción vandálica indiscriminada de las estructuras criminales o a la dinámica delincuencial de las organizaciones armadas ilegales en el plano territorial.
Más allá del dato sociológico o descriptivo que surge de los procesos criminales agotados en el noroeste santandereano, en el Chocó, en el Cauca, en Nariño, en el Huila y en el Putumayo, está el origen de la grave crisis humanitaria que viene propiciando la incautación de áreas estratégicas, que impactan el medioambiente e impiden el ingreso de nuevas inversiones.
Pero es, principalmente, la pudrición de la política, tanto como la ineficacia de los dirigentes, dado su escaso conocimiento, lo que ha puesto en vilo el progreso nacional. La participación, unida estrechamente a la representatividad, está en aprietos. Los ciudadanos no participan en la cantidad y calidad que debieran porque no se sienten representados.
El Congreso de la República, como institución de control, está en sus momentos más bajos, según las más recientes mediciones técnicas sobre su trabajo legislativo. No cabe duda de que la falta de control político ha sido la causa más inmediata de la corrupción. Como afirmaba Agudelo Villa: la coacción auto-infligida es signo de madurez. Pues, mientras la persona dependa totalmente de normas externas, sigue siendo menor de edad.
De conformidad con dicha teoría, la función de los poderes públicos es la de apaciguar y poner orden en los impulsos incontrolados de unos seres que no viven en comunidad ni en armonía. Existen atomizados y divididos, porque les puede el egocentrismo y solo atienden a sus intereses particulares.
No obstante, no puede afirmarse, hoy por hoy, que dicha circunstancia haga que las instituciones políticas o el Estado se encuentren amenazados. Pues lo evidente, lo incontrovertible, es que no cumplen a cabalidad sus funciones y que el clima que generan se torna viciado.
No podemos negar que hoy en Colombia la política partidista está vacía de proyectos de futuro, pues sus propias directivas, con sus indelicados procederes han segado el porvenir.
Todo ello funciona velado no por realidades, sino por dialectos y un lenguaje ambiguo de cafetería altamente eficiente de los representantes 'oficiales', quienes, sin interrupción y con variaciones, se adueñan del ambiente tranquilo y se apropian de las condiciones ambientales.
Además de adueñarse de los mejores predios agrícolas y ganaderos y de la economía subterránea que convierten en productos ilícitos, ejercen inhumana extorsión económica sobre sus propietarios, generalmente campesinos del agro más productivo.
Y ¡helás¡, los malhechores, por esa vía, se apropian de la política tradicional. Es decir, del poder político y económico local y territorial. Son actitudes antidemocráticas, generalmente, propiciadas por los dirigentes tradicionales a cambio de prebendas dinerarias o privilegios burocráticos extraídos subrepticiamente del erario público por los agentes partidistas.
Sin embargo, análisis académicos de orden científico de amplio espectro nos conducen a identificar en tales causas deficiencias normativas y éticas, y una progresiva desideologización de las instituciones partidistas.
En estos espacios, la fuerza va implícita al concepto de poder. Así las cosas, no podemos negar que hoy en Colombia la política partidista está vacía de proyectos de futuro, pues sus propias directivas, con sus indelicados procederes han segado el porvenir.
Pero, como resulta evidente, tales actitudes e inclinaciones de los políticos pueblerinos suelen ser consustanciales a la precaria educación recibida. No tenemos derecho a engañarnos sobre el hecho de que desempeñen un papel preponderante en la historia; siempre inevitables, a menudo fecundas y al mismo tiempo colmadas de peligros cuando se exacerban.
La adopción del modelo económico neoliberal de "libre mercado" por los partidos tradicionales incide en la conducta elusiva (o muy comprometida) de los actores políticos, a quienes la falta de una regulación ética estricta en sus procedimientos individuales e institucionales les permite aceptar incongruencias y comportamientos cínicos y perversos frente a situaciones que están precisadas a manejar.