Solo yo me he leído todas mis columnas. O sea que puedo volver a citar la mañana feliz de comienzos de siglo que pasé con el fantástico Jacobo Awensztern en su Cinemanía. Awensztern tenía 68 años aquel día. Había fundado ese cine de cines con su socio, el constructor Jacobo Reines, porque amaba las películas sobre todas las cosas. Y esa vez quería hablar conmigo de una devastadora obra maestra de Spielberg: Inteligencia artificial. Creo que la semana siguiente vino la pesadilla del martes 11 de septiembre de 2001. Sé que, apenas vi la catarata de las torres, entendí la muletilla que Awensztern usó en aquella charla nuestra: “Ya soy un viejo que no entiende el mundo de ahora”, dijo, “me siento descontrolado”. Y sí: cada vez le veo más sentido a la frase. Y cada vez la recuerdo más porque ha dejado de ser una frase de viejos para viejos.
Quién entiende por qué el gobierno de Israel puede hacer lo que le venga en gana con su vecindario a estas alturas de la historia, por qué el Papa progresista llama “sicarios” a los médicos que practican abortos, por qué demonios, si miente 24 veces por segundo, si la primera presidencia le salió tan mal, si la gente que lo conoce de memoria ruega a los gritos que nadie le crea, Trump está a punto de ser votado –quiera Dios “botado”– por la mitad de los Estados Unidos de América. Quién no se sintió perdido en pleno debate de esos dos vicepresidentes antagónicos, Walz versus Vance, cuando fue terriblemente evidente que ambos se encogen de hombros ante Netanyahu. Quién puede verle sentido a la noticia de que un millón de personas han sido desplazadas por los bombardeos israelíes en el Líbano.
Quizás la clave sea sentirse descontrolado: negarse a encogerse de hombros ante la violencia.
Quién está dispuesto a arriesgar la poca cordura que le queda en el empeño de entender este planeta desquiciado en el que Einstein lleva 75 años dándole a Liberal Judaism aquella entrevista en la que advierte que la Cuarta Guerra Mundial será con palos y con piedras; El señor de las moscas, que a ratos parece la mejor novela que cualquier pueda escribir, lleva 70 explicándonos qué clase de bichos somos si nadie nos ve; el general Eisenhower lleva 68 repitiéndonos, desde Seattle, que la única manera de ganar el próximo conflicto global es prevenirlo; Mafalda lleva 60 hablándonos, con el doctor Strangelove, de la estúpida barbarie del presente; El dormilón lleva 50 mostrándonos que caemos en la trampa de temerle a medio mundo, y Mad Max lleva 45 sugiriéndonos que lo suyo no es apocalíptico, sino realista. Quién está cómodo entre esta locura.
Esa primera semana de ese septiembre, el miércoles o el jueves que me vi con Jacobo Awensztern, yo estaba releyendo El cine según Hitchcock. Y entonces hablamos de la diferencia entre la sorpresa y el suspenso –entre la bomba que explota y la bomba que va a explotar en un minuto– y Awensztern divagó hasta que llegó a la conclusión de que él había crecido en un mundo en suspenso que se había puesto de acuerdo en luchar contra las malas sorpresas, pero que mucho se temía que ya no era así. Vuelvo a esa mañana todo el tiempo, como armando el rompecabezas de un vaticinio, porque lleva dos décadas diciéndome que este enredo que parte el corazón sólo tiene solución novela por novela, película por película, viejo por viejo, voz por voz. Quizás la clave sea sentirse descontrolado: negarse a encogerse de hombros ante la violencia.
Ya no es septiembre. Pero no parece ser octubre, no, sino el décimo mes del calendario japonés: el Kannazuki en el que los dioses dejan a los seres humanos a su suerte durante 31 días.
Quién va a proteger al mundo de un nuevo simulacro de Tercera Guerra Mundial. Quién va a encontrarle madre a este desmadre. Cada uno. Cada cual. Es hora de que todos seamos los viejos.